El 10 de diciembre de 1983 una democracia entusiasta desalojó de la Casa Rosada al último y gris burócrata nazi y le colocó la banda presidencial a Raúl Alfonsín. La Argentina respiraba profundo y se lanzaba al desafío de gobernarse a sí misma con valores olvidados como tolerancia, justicia y paz.
Otro 10 de diciembre, pero en 1948, la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptaba la Declaración Universal de los Derechos Humanos, cuyos preceptos comenzaban a cobrar real sentido en este atormentado sur luego de 35 años exactos.
En 2006, también un 10 de diciembre, muere Augusto Pinochet, otro dictador sudamericano que se empeñó en tratar esa Declaración como incómoda letra muerta.
Al destino le gusta jugar con estas coincidencias que los mortales consideramos casuales: un 10 de diciembre se proclamó la Declaración Universal de los Derechos Humanos, otro 10 de diciembre, derrocado por su propia torpeza, cayó un régimen perverso que violó sistemática y brutalmente esos derechos, y otro 10 de diciembre un tirano sanguinario encontró la muerte. El 10 de diciembre merece ser, por cualquiera de esos tres motivos, una efeméride del optimismo.