Señales de humo » Libros / Fri, 19 Aug 2011 18:18:25 +0000 en hourly 1 http://wordpress.org/?v=3.1.3 El evangelio según Saramago /2008/07/el-evangelio-segun-saramago/ /2008/07/el-evangelio-segun-saramago/#comments Wed, 30 Jul 2008 11:55:40 +0000 Patricio /?p=288 Entre esperas interminables en el aire y esperas interminables en los aeropuertos, leí finalmente el libro de Saramago que, según dicen, le valió el Premio Nobel: “El evangelio según Jesucristo”.

Hace años lo tenía en la mira y hace años que lo postergaba, quizás por la decepción pequeña del “Manual de pintura y caligrafía” y la decepción enorme de “La caverna”.

Pero la maravilla de “Todos los nombres”, que me deslumbró hace años con un relato existencial conmovedor, simple y kafkiano si esos dos adjetivos fueran al mismo tiempo posibles, me empujó finalmente hacia la novela de Saramago. (También hizo lo suyo esa pequeña joya llamada “La isla desconocida”.)

Qué decir que suene sincero y no meramente provocador. No fue una decepción tan grande como aquella fábula sobre la fábula de Platón ni tan pequeña como la del “Manual…”, pero teniendo en cuenta que se trata de su texto consagratorio la sensación final fue más parecida a la primera. (Y ahora que lo pienso, quizás el “Manual…” no fuera tan malo, pero yo venía encandilado por “Todos los nombres”).

No voy a descubrir que Saramago escribe como los dioses -ese estilo tan particular de largos párrafos sin puntos, el uso magistral de la coma, la maestría de narrar simple utilizando técnicas de enorme complejidad (la maestría consiste en eso: que lo complejo se oculte invisible a los ojos del lector). No se encuentra allí la causa de mi decepción, también “La caverna” está escrita magistralmente. En aquél caso, mi sensación fue que una metáfora ramplona, de vuelo bajo y llena de estereotipos acerca de otra metáfora, no soluciona sus problemas ni toma altura por la mera pericia en el arte de narrar.

En “El evangelio…” me atrapó el inicio (los retratos de José, de María y del entorno árido y violento del lugar y de la época, son, con mucho, lo mejor de la novela), me interesó hasta pasada la mitad del libro, me despertó algunas prevenciones hacia sus tres cuartas partes, y me fastidió la forma de resolver todos los caminos que había abierto en el relato, elecciones todas desafortunadas que se resumen en el reemplazo del maniqueísmo del Dios bueno y el Diablo malo por otro maniqueísmo no menos trillado del Dios malo (y estúpido) y el Diablo bueno (y sofisticado).

Lo lamento: no me gustó. Pero no lo lamento por Saramago, a quien no hará ninguna mella esta opinión. Lo lamento por mí que no he podido ver, en ese libro, lo que a tantos otros ha fascinado.

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La yugoslava /2008/02/la-yugoslava/ /2008/02/la-yugoslava/#comments Fri, 29 Feb 2008 16:48:13 +0000 Patricio /2008/02/29/la-yugoslava/ La yugoslava es una joven estudiante e investigadora platense de ese universo sin límites precisos que desde hace décadas llamamos “rock nacional”, de viaje en la primavera de los ’80 por sus orígenes personales (Yugoslavia) y por los orígenes del rock (Inglaterra).

La yugoslava también viaja por los contornos inciertos de una historia cuyas características la han ido transformando en mito: la obtención de la Copa Intercontinental por parte de un, hasta ese entonces, humilde equipo de barrio, Estudiantes de La Plata, trofeo arrancado a los inventores mismos del fútbol en su propia casa; el estadio Old Trafford del poderoso Manchester United.

La yugoslava es, finalmente, la protagonista de la novela homónima de Esteban López Brusa, escritor tan platense y pincharrata como el partenaire de la yugoslava, quien, mientras ella realiza su periplo europeo, escribe una crónica conmemorativa del vigésimo aniversario de aquella epopeya futbolística.

No recuerdo otra novela en la que el autor se haya dado todos los gustos, pero que al mismo tiempo resista la tentación demagógica del panfleto y o el relato fácil y costumbrista. Al contrario, la novela de López Brusa exige un lector atento y entrenado.

Todos los gustos significa todos los gustos: la épica pincha, la explosión ricotera, la historia de amor; me cuesta trabajo imaginar otro novelista que se atreva a incluir en su ficción algo semejante a la reescritura tribunera de la Caperujita albirroja y el Lobo Feroz, que es metafóricamente ultrajado por la niña mediante la exhibición del video de aquella final del año ’68.

(De hecho, nadie que no esté familiarizado con el folcklore futbolístico de La Plata entenderá el párrafo precedente: el Lobo representa a Gimnasia y Esgrima, el rival clásico de Estudiantes de La Plata, y ambos equipos tienen su estadio en el bosque de la ciudad).

Es la época de Un baión para el ojo idiota de Patricio Rey y sus redonditos de ricota, de los recitales de presentación del disco en el estadio Atenas de La Plata (recital del que recuerdo la caída de una columna de iluminación a causa de un fanático que había trepado a ella, forma larga e innecesaria de decir que estuve allí), del preludio de las grandes manifestaciones rockeras. Mirándose en el espejo del Estudiantes del ’68, la yugoslava pretende mojarles la oreja a los inventores del rock, en su propia casa, no ya con Zubeldía y la bruja Verón, sino con Skay y el indio Solari.

El libro tiene, a mi juicio, sólo dos posibles lectores: el platense pincharrata que descubrirá una referencia a su propia historia en cada capítulo (el bosque platense y el zoológico, aquella boa que escapó de su cautiverio, el recital de los redondos, el mito del Mariscal Tito alentando a Estudiantes en la tribuna de calle 1, el descubrimiento de un inesperado sentimiento pincha en Manuel Puig, la poesía “Porteño y de Estudiantes”, de Humberto Constantini, el repaso de aquella epopeya y hasta las canciones de la hinchada -ciertamente, López Brusa se ha dado todos los gustos), o el agnóstico del fútbol. Presumo que para un tripero puede ser ciertamente insoportable todo aquello que en similar medida nos reconforta a los pinchas (de hecho, quien por primera vez me recomendó el libro fue un tripero que suele regalarlo a sus amigos del bando contrario, pero confiesa no haber podido pasar del epígrafe). Más allá de pinchas y triperos, quien no participe de esta rivalidad no se encandilará con estos guiños que escribe López Brusa para aquél público pero por el mismo motivo percibirá con mayor nitidez otras historias presentes en la novela, otros hilos que van hilvanando el paso de las páginas y que sobreviven con éxito en una superficie tan platense y tan pincha.

Hechas estas salvedades, lo recomiendo vivamente. Editado por “El cuenco de plata”, no se consigue con facilidad, aunque me consta que no está agotado: debe insistirle a su librero amigo.

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Grasa /2007/12/grasa/ /2007/12/grasa/#comments Fri, 21 Dec 2007 19:43:15 +0000 Patricio /2007/12/21/grasa/ Grasa era originalmente una calificación que cargaba con una determinación de clase: grasas eran los pobres, sus fealdades, su lenguaje, sus gustos. Eva Perón, en una operación discursiva que buscaba reemplazar por afecto el desprecio que llevaba consigo el calificativo, llamaba a sus descamisados “mis grasitas”, pero no por ello acortaba la distancia de clase que connotaba. Con el tiempo sus significados comenzaron a ampliarse: comenzó por ejemplo a incluir aquello que quedara escandalosamente fuera de los límites aceptados por la moda. Una persona vestida de manera extravagante es sofisticada o es grasa; que sea uno u otro depende del observador y, muchas veces, de la identidad de quien comete la extravagancia.

Poco a poco la calificación fue corriendo hacia esta novedad su ámbito de aplicación, y al mismo tiempo fue perdiendo su determinación de clase. Grasa pasó a ser, desde los tiempos de Serú Girán, el mal gusto, lo burdo, la chabacanería, el humor groseramente fácil y repetido, la exhibición orgullosa de estupidez. No son grasas la superficialidad ni la frivolidad: lo grasa es pretender que sean profundas.

Grasa también es el título de un libro que colecciona artículos periodísticos de Juan Becerra, publicados algunos de ellos en la revista Los Inrockuptibles. Al ser una colección de artículos pensados originalmente como piezas unitarias, no tienen entre sí una fuerte hilación, pero cada uno de ellos es una mirada ácida y perspicaz sobre el escenario omnipresente de la grasada nacional: desfilan por allí Roberto Giordano, Marcelo Tinelli, Alan Faena, Baby Etchecopar, los inefables teleperiodistas del fútbol, Jorge Bucay, Rodolfo Ledo, Gran Hermano…

Todos los personajes (y por ende todas las crónicas del libro), reconocen un único objeto de deseo, un único dios en cuyo altar todas las ofrendas son legítimas, un ángel de la guarda que provee todas las necesidades de la vida terrena: la fama. El culto a la personalidad y, si es posible, el culto a la propia personalidad, es proveedor de sentido y fin último de la búsqueda vital de los grasas. La fama no sólo legitima el chiste humillante de Tinelli: también justifica someterse a la humillación por parte de la víctima que recibe a cambio sus diez minutos de televisión. La fama es premio suficiente para que agraciadas niñas compitan públicamente por la bragueta de Robbie Williams: no lo hacen por amor, ni por deseo, ni siquiera por curiosidad o aburrimiento, sino porque saben que quien se meta en esas sábanas tendrá centímetros de prensa, fotos de tapa, y, lo más importante, minutos de tele. Quizás hasta sean invitadas a recluirse en la casa de Gran Hermano o -escala fundamental en sus carreras- a exhibirse por un sueño.

Tal es así que se puede poner en riesgo, incluso, la propia vida, a partir de sobrevalorar la cualidad de ser famoso. Roberto Giordano, quien ha publicitado por todos los medios posibles su devoción por Boca Juniors, al ser emboscado y apaleado por hinchas de River Plate a la salida de un clásico, no tuvo mejor idea que gritar “No me peguen, soy Giordano”, frase que él creía mantra protector y que se transformó inmediatamente en cruel chiste popular. El decía “soy Giordano” y decía luces de neón, pasarelas, modelos bellísimas, sofisticación, lujo, creyendo que sus agresores no podrían sino rendirse ante su mismo altar. Los hinchas de River, que le pegaban precisamente porque era Giordano, simplemente veían confirmada la identidad de su víctima y arremetían con más violencia.

En algunos artículos, como en los que habla de Bucay, Faena y “el Angel” Etchecopar, hay quizás un hilo conductor más evidente: la estupidez autorreferencial. Bucay con su discurso místico, barato y autorreferente. Faena, con su delirio de Nerón previo al incendio de Roma -construiste un hotel, Faena, no una nueva religión, bajá un cambio-, quien sufre la pequeña venganza del cronista al apagar su grabador antes de tiempo y mostrarse indiferente ante su divagaciones. Etchecopar, con su ¿humor? barato, agresivo, prefascista, y, cómo no, autorreferente. Presumo que hay distintos grados de grasa: el grasa que se ha perfeccionado construye un discurso circular, con él en el centro, cuyo contenido es incomprensible o idiota… y muchas veces los dos al mismo tiempo.

Lo que lleva a una paradoja: no se sabe si hay quienes han logrado hacerse famosos por decir estupideces o si es la fama que los habilita a decirlas con impunidad. Una especie de paradoja del huevo y la gallina aplicada a los grasas que han conseguido celebridad.

El libro también se hace espacio para incursionar en algunas costumbres legislativas, vinculadas al patriotismo acomplejado, a la mediocridad de algunos de nuestros representantes y a la fantasía reaccionaria de pensar que los símbolos son autónomos de los valores que deberían expresar (y peor: aún más importantes que ellos). La historia, al fin y al cabo, suele no enseñar nada (o los ciudadanos insistimos en no aprender, quién sabe), y siempre existe la tentación de construir una estética de Alemania del Tercer Reich. El artículo habla sobre la pretensión de una legisladora que de aprobarse hubiera obligado a mostrar la bandera argentina durante un lapso mínimo en todas las producciones cinematográficas nacionales, medida que quizás fuera bienvenida por Rodolfo Ledo, quien también se ha hecho digno merecedor de un artículo en Grasa.

Un párrafo especial merece el artículo-ensayo dedicado a Marcelo Tinelli, en el que Becerra hace una lúcida descripción del estilo Tinelli, de la evolución (?) de Videomatch, de sus producciones más ambiciosas, del humor fascista que siempre se mantiene a pesar de los cambios y de la farsa caritativa de bailando/patinando/pelando por un sueño.

El macrismo, los especialistas de los noticieros televisivos, los periodistas de fútbol encabezados por el ubicuo y sinuoso Fernando Niembro, las grupies, la fugaz estrella de Madonna Quiroz y su abogado el ecológico ex juez Llermanos, los refinados mercaderes de arte como Zaldívar -a quien horroriza la idea de que el arte pueda reflejar la sociedad, recuerda aquella viñeta de Mafalda donde el magnate pretende que la pobreza no es pobre sino pintoresca-, tienen su lugar en esta variada galería que Becerra nos presenta en sus relatos.

Grasa, retratos de la vulgaridad argentina: huelga decir que lo recomiendo vivamente para acompañar la heladerita y la sombrilla cuando nos acerquemos a la playa o a la pelopincho.

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De la tierra al barro /2007/12/de-la-tierra-al-barro/ /2007/12/de-la-tierra-al-barro/#comments Tue, 04 Dec 2007 18:25:03 +0000 Patricio /2007/12/04/de-la-tierra-al-barro/

Hace un año más o menos, cuando el país estaba sumido en una de las peores crisis de su historia, se puso de moda en los medios de información capitalinos la noticia de la desnutrición y la muerte infantil. Día a día se daban nombres y apellidos de niños que morían de hambre en tal o cual provincia. Tan de golpe como aparecieron, esas noticias no salieron más y usted y yo sabemos que los niños se morían desde antes y se siguen muriendo ahora, pero ya no es dato que venda ejemplares o aumente el rating de los programas; “ya fue”? dicen los adolescentes.

Así comienza Javier Castrillo su libro “De la tierra al barro” donde en emotivos aguafuertes retrata al sufrido pueblo Pilagá y la experiencia de un grupo bautizado Mattagoy que ha intentado, durante muchos años, acercar su mano a los tenaces sobrevivientes de una tragedia que aún no cesa.

Javier publicó el libro en el 2004 y ahora lo pone a disposición en versión digital con una licencia Creative Commons Reconocimiento – No Comercial – Compartir Igual. Lo producido por la venta de la versión impresa del libro ha sido destinada a esta comunidad que habita en la provincia de Formosa.

Poco queda del pueblo Pilagá: se calcula que menos de diez mil entre hombres, mujeres y niños es la población actual de esta comunidad que a pesar de las penurias, la miseria y la agresión criminal, conserva con obstinación su idioma, que es al mismo tiempo bandera de identidad.

“De la tierra al barro” es un testimonio escrito desde las entrañas, pero al mismo tiempo con trazos de poesía y destellos de optimismo a pesar de la desolación. Muy recomendable: no sólo por la calidad literaria, sino también para recordar cosas que todos sabemos y que todo el tiempo intentamos olvidar.

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Tecnología propietaria y DRMs en Terminus /2006/07/tecnologia-propietaria-y-drms-en-terminus/ /2006/07/tecnologia-propietaria-y-drms-en-terminus/#comments Mon, 17 Jul 2006 00:24:17 +0000 Patricio /?p=85 Hace algún tiempo comenté que había dedicado parte de las vacaciones estivales a releer viejos clásicos que me fascinaron de adolescente y que casi había olvidado. Entonces manifesté mi admiración por Crónicas Marcianas, de Ray Bradbury, y omití mencionar una leve decepción por la trilogía Fundación, de Isaac Asimov, que en mi recuerdo era mucho más interesante que en esta nueva lectura.

Sin embargo, no pocas cuestiones planteadas en el primer libro de la saga -a mi juicio, el mejor de los tres- siguieron resonando entre mis orejas como una fábula exacta de las consecuencias políticas y económicas del uso de tecnologías propietarias y sus herederos naturales, los sistemas de Gestión Digital de Derechos (o Restricciones, como prefieras llamarlos), DRM por sus iniciales en inglés.

En la historia que cuenta Asimov, el Imperio Galáctico se está derrumbando y su decadencia se siente con más fuerza en los confines de la Galaxia, donde se encuentra un pequeño planeta, Terminus, en el que Hari Seldon y sus discípulos han establecido una colonia científica destinada a construir una enciclopedia que albergue todo el conocimiento desarrollado por la humanidad a fin de preservarlo de la era de oscurantismo medieval que se avecina.

Como es de esperar, a medida que el Imperio se desmorona, distintas regiones van adquiriendo autonomía e imponiendo nuevos sistemas políticos y autoridades que reemplazan al debilitado poder imperial. Mientras esto sucede, la Fundación se ve amenazada por sus propios vecinos, que la perciben indefensa y, al mismo tiempo, como una presa codiciada debido a su dominio de la tecnología nuclear. Durante algunas décadas, el equilibrio de fuerzas entre distintos reinos vecinos impide un ataque directo, tiempo que es aprovechado por Salvor Hardin, el alcalde de Terminus, para exportar tecnología a todos los sistemas cercanos.

Y aquí el relato de Asimov comienza a ponerse interesante: Salvor Hardin no vende conocimiento sino apenas lo que algún gerente de marketing llamaría “soluciones tecnológicas”, y lo lleva a un extremo místico. Esto es, cuando se construye, repara o mantiene un reactor nuclear que provee energía a una población, no hay científicos haciéndolo sino sacerdotes, no hay ningún tipo de difusión del conocimiento necesario para que ese reactor funcione sino magia y religión alrededor de los procesos que involucra el uso de esa tecnología. Al poco tiempo, todos los recursos estratégicos de las naciones vecinas están controlados por el proveedor de tecnología, es decir, Salvor Hardin y su ejército de científicos-sacerdotes.

Reconocer alguna similitud entre la fábula de Asimov y el software propietario no es muy original de mi parte, de hecho me lo sugirió un comentario de Enrique Chaparro previo a estas lecturas de verano. En efecto, la mayor parte del software que circula en el mundo se distribuye como “cajas negras”, como programas que “hacen cosas” sin acceso posible al “cómo lo hacen”. Al almacenar o intercambiar información en formatos también secretos, el uso de estos programas genera una fuerte dependencia a un único proveedor (porque cambiar de programa puede significar pérdida de información), y una tendencia al monopolio, porque por lógica, para leer el documento que me envía un amigo, estoy obligado a usar el mismo programa que él utilizó para escribirlo.

Pero no termina aquí la fábula de Asimov ni su inquietante parecido con los rumbos que toma hoy el comercio de tecnología. Resulta que uno de estos reinos bárbaros decide aprovechar los usos bélicos de la tecnología nuclear para apoderarse finalmente del planeta Terminus. En el momento en que se da la orden de ataque, su propio territorio queda a oscuras, sin comunicaciones, sin hospitales, sin transporte, sin calefacción. Y la nave insignia que comandaba las acciones bélicas, comienza a flotar náufraga en el espacio, interrumpida toda fuente de energía.

Es que en la caja negra de la tecnología, los hombres astutos de la Fundación habían puesto algunas cosas más que las que especificaban los contratos… tal y como suele hacerse con el software propietario y más recientemente con la industria de contenidos (aprovechando, desde ya, muchos de los caminos abiertos por los proveedores de software). Gestión Digital de Derechos significa sistemas de control ajenos al usuario y casi siempre ocultos. No es un concepto nuevo, aunque el nombre sí lo sea: ya desde principios de los noventa algunos programas dejaban “puertas traseras” accesibles por el programador pero desconocidas para los usuarios. Actualmente, por utilizar un disco compacto de audio en la computadora pueden instalarse programas con privilegios de administración que comunican cuántas veces lo reproducís, impiden extraer las pistas de audio y colectan información acerca de los sitios de internet que visitás, entre otras maravillas del fin de la privacidad.

El objetivo inmediato es implementar controles a gran escala, una iniciativa que la industria ha denominado “Trusted Computing”, o “computación confiable”, que consiste, sencillamente, en ceder el control de tu propia computadora y la información que contiene a los proveedores de software y la industria de contenidos.

Los DRM no son otra cosa que dispositivos tecnológicos para avasallar tu privacidad, controlar tus actividades y limitar tu uso de la tecnología. En este camino, en poco tiempo más, no será una sorpresa que cuando quieras echar una segunda lectura a ese libro electrónico que tanto te gustó o quieras hacer una copia de tus discos, la pantalla de tu computadora muera sin siquiera un suspiro, como la nave que apuntaba sus cañones al objetivo equivocado.

Nota marginal: la resistencia a los DRMs ha rebautizado esta sigla como “Gestión Digital de Restricciones”, porque las limitaciones y controles que impone excede las previsiones legales; aunque comparto estas razones prefiero seguir utilizando la denominación de sus creadores: “Gestión Digital de Derechos”. La razón es que el nombre en sí mismo me parece una fuerte denuncia: estamos entrando en una época en que los derechos ya no se gestionan por disposiciones legales sino por medios tecnológicos, como intenté argumentar en este post.

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Crónicas marcianas /2006/02/cronicas-marcianas/ /2006/02/cronicas-marcianas/#comments Thu, 16 Feb 2006 22:00:27 +0000 Patricio /?p=73 Este verano regresé a libros olvidados de mi adolescencia: Phillip K. Dick, Asimov, Arthur C. Clark, Bradbury, aunque para mi sorpresa y decepción encontré que muchos títulos clásicos de la ciencia ficción están descatalogados.

El que más me impresionó, al punto que no puedo entender cómo pude haber olvidado los detalles, es Crónicas Marcianas, de Ray Bradbury, un libro injustamente encorsetado bajo la categoría Ciencia Ficción. Bradbury elige Marte como escenario de sus relatos como podría haber elegido cualquier territorio poblado sólo por fantasmas, pero no es la ciencia el centro -ni la periferia- de su escritura, sino la angustia, los miedos y las esperanzas que desde siempre han acompañado a los hombres.

Tres capítulos, en particular, me conmovieron: el que narra los acontecimientos de la tercera expedición, el que encuentra en una encrucijada a un hombre y un marciano de distintas eras, y el de la moderna casa automatizada que muere sin que haya testigos de su fin.

Bradbury imagina marcianos telépatas y crédulos, capaces de materializar sus fantasías y pensamientos. La tercera expedición llega al planeta rojo con un fuerte armamento debido a la silenciosa desaparición de las dos primeras. No hay noticias de los marcianos cuando la tripulación desembarca. En cambio, un aire familiar sorprende a los navegantes en cuanto pisan el planeta rojo, y al rato se encuentran caminando por las calles de la infancia. Mientras intentan comprender el prodigio, aparecen de pronto familiares, amigos, novias, padres muertos hace tiempo, quienes interrumpen todo intento de comprensión con un abrazo que festeja el reencuentro. Luego de cenar con sus padres, el capitán Black logra entrever la verdad, pero ya sería demasiado tarde.

En el mes imaginado de agosto de 2002, en una vieja carretera, Tomás Gómez se encuentra con un marciano. Saben que son de épocas distintas, pero no logran ponerse de acuerdo sobre quién ha sucedido a quién. Donde el joven Gómez ve un pueblo abandonado, el marciano distingue las luces de una gran fiesta. Luego de haber atravesado el tiempo para encontrarse, cada cual sigue su camino, convencido de haberse encontrado con una sombra del pasado.

La casa inteligente de Marte tenazmente prepara desayunos, encera pisos y tiende camas para nadie. Una afortunada ráfaga de viento interrumpe una secuencia que pudo prolongarse de manera indefinida, en un planeta abandonado, en una galaxia agonizante.

Un clásico, que además se edita en ediciones económicas. No hay excusas.

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