Señales de humo » Ficción / Fri, 19 Aug 2011 18:18:25 +0000 en hourly 1 http://wordpress.org/?v=3.1.3 Cameron y Cortázar: Avatar /2010/01/cameron-y-cortazar-avatar/ /2010/01/cameron-y-cortazar-avatar/#comments Sun, 03 Jan 2010 22:08:03 +0000 Patricio /?p=613 Avatar es la nueva y elogiada película de James Cameron. Es una vieja historia -o una suma de viejas historias-, como suelen ser los buenos relatos: la reescritura de un puñado de mitos elementales.

Avatar sucede en un mundo llamado Pandora, exuberante de vida, donde escondidos en la selva e integrados de manera íntima con esa naturaleza desbordante habitan los Na’vi, una raza de enormes bípedos humanoides. Visten ropas y pinturas en el cuerpo quizás inspirados en los pieles rojas.

Seguramente ya han visto la película. O deberían. En todo caso, no voy a comentarla. Sólo mencionar que contiene una maravillosa cita de Cortázar, quizás buscada, quizás fruto de la casualidad -más habitual de lo que es posible suponer en esta reescritura constante de las mismas historias.

Hay un momento de la película en que Jake Sully descubre, como en una revelación, que su avatar Na’vi no es tal, sino al contrario, y piensa, al salir de su cámara, “todo es al revés ahora: lo de allí es el mundo real, y lo de aquí es un sueño.

En La noche boca arriba, famoso cuento de Julio Cortázar, un personaje sufre un accidente de moto y en su convalecencia sueña de a ratos. En sus sueños encarna a un guerrero moteca que intenta escapar de los poderosos aztecas en medio de la guerra florida. En uno de esos sueños es atrapado. Intenta despertarse y mantenerse en la comodida de la cama de hospital, pero, como cuenta Cortázar, “[...] Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños…”.

]]>
/2010/01/cameron-y-cortazar-avatar/feed/ 1
La gripe (Capítulo II) /2006/10/la-gripe-capitulo-ii/ /2006/10/la-gripe-capitulo-ii/#comments Tue, 10 Oct 2006 22:43:11 +0000 Patricio /?p=117 (Ir al Capítulo I)

La gripe había sido como una explosión atómica.

Nadie sabía con precisión dónde se había producido la chispa. Quizás en algún lugar del Cercano Oriente, donde las noticias de resfríos fatales se sucedían desde años antes del estallido. Quizás en algún lugar del norte de Ã?frica, o en Europa. Se presumía que no había sido lejos de las costas del Mediterráneo. Lo que sí se sabía era que en cuanto ese virus mutante contagió por primera vez, la onda expansiva alcanzó las antípodas del planeta sin que hubiera frontera capaz de detenerla.

Durante las primeras horas los noticieros se dedicaron a reportar la aparición de casos fatales en distintas ciudades europeas. El segundo día comenzó con el primer enfermo detectado en Estados Unidos, al mediodía murió un hombre en San Pablo con todos los síntomas de la gripe y a la noche se cerraron las fronteras de lugares tan distantes como Japón o Argentina. El tercer día colapsaron los servicios sanitarios en todo el mundo: la gente corría al hospital al primer estornudo y el contacto con la muchedumbre que pugnaba por un lugar en las salas de espera provocaba, de manera inevitable, el contagio fatal. El cuarto día el pánico fue aprovechado por las sectas milenaristas que hablaban del fin del mundo, de Sodoma y Gomorra, de apocalipsis. Algunos noticieros tuvieron que reemplazar a sus periodistas más conocidos, repentinamente. El quinto día los predicadores electrónicos se multiplicaron y ocuparon más pantalla que los noticieros, procurando desalentar la concurrencia de los fieles al templo y la consecuente aglomeración de personas esparciendo el virus. El sexto día comenzaron los incendios, espontáneos y caóticos al principio, provocados y controlados después cuando los pocos sanos repararon en su poder aséptico. El séptimo día desaparecieron los noticieros, enmudeció la televisión y casi todas las emisoras de radio, y luego de esa transición fugaz y arrasadora comenzó la era de la gripe.

]]>
/2006/10/la-gripe-capitulo-ii/feed/ 1
El futuro llegó /2006/08/el-futuro-llego/ /2006/08/el-futuro-llego/#comments Wed, 02 Aug 2006 12:42:04 +0000 Patricio /?p=88 David miró por enésima vez su reloj y resopló fastidiado. “Ya voy, má, te dije que ya voy”, rezongó mientras intentaba cargar algunas canciones en su reproductor de audio.

No había caso, revisó toda su colección en vano. “Este track ha sido reproducido en diez ocasiones. Límite de reproducción alcanzado. Haga click en http://www.zony.com/play_again.html para habilitar nuevas reproducciones”.

Finalmente, decidió probar el disco que le había prestado Cristian, su compañero de secundaria. “¿En serio?, mirá que es el último de Los Orbitales, te voy a acabar con todos los tracks”, le señaló sorprendido. “Mirá que sos tierno”, le había contestado Cristian, “este disco está limpio, con mi primo le sacamos el contador”.

David escuchaba todo el tiempo que esas cosas eran posibles, pero nunca se había animado a probar. La imagen de los policias descolgándose del cielo para atrapar al delincuente que traficaba tracks reciclados se repetía todo el tiempo por la tele como para no atemorizarse. Pero Cristian le aseguró que él lo hacía siempre y que nunca había pasado nada, y entonces se decidió.

En cuanto David autorizó la carga de los tracks, su reproductor de audio envió una señal al ciberespacio. A ocho mil kilómetros de allí se inició una busqueda automática en una base de datos que recuperó todos los datos del reproductor de David: a nombre de quién estaba registrado, cuándo se había comprado, qué tracks había reproducido a lo largo de su historia, cuántas veces se había saltado la protección de copyright. Al mismo tiempo se reenvió la información al Departamento de Policía con jurisdicción en el domicilio de David y se publicó el dato (uno más de millones) en una web corporativa. Era la primer falta cometida con ese reproductor de audio, de manera que nadie esperaba que sucediera nada.

David atravesó la cocina sin detenerse mientras intentaba engullir algo del desayuno. Iba tarde, malhumorado por la caducidad de casi todos sus tracks, y derecho a una segura pelea con Alicia, su novia reciente. Ya en la calle ajustó el volumen de la música que salía por los auriculares y se dirigió al subte. Minutos más tarde, luego de pasar la tarjeta magnética por la puertas automáticas del subte, levantó la vista y se sorprendió al encontrarse con los ojos de Alicia. Luego de saludarse con cierta incomodidad, se alejaron unos pasos del río de gente que transitaba el andén y retomaron la discusión repetida tantas veces en los últimos dos días: Alicia quería cortar, pero no estaba segura; David quería seguir pero dudaba. Conflicto habitual y adolescente.

Cuando el tren arrancó y los jóvenes permanecieron al costado del andén, sus nombres aparecieron en un monitor de seguridad de la guardia de la estación: abonar el viaje y no subir al tren era considerada una conducta sospechosa, típica de carteristas y de vagos. Cuando las puertas del tren no registraban el ascenso de un pasajero, un bip sonaba en la guardia y un nombre se escribía en la pantalla. El agente miró sin muchas ganas los monitores y descubrió a la parejita concentrada en su discusión. “Chicos…”, se dijo, y volvió a subir el volumen de la radio de deportes.

Mientras las noticias de fútbol volvían a inundar el pequeño cubículo, Doña Rosa, a varios kilómetros de allí, escudriñaba la pantalla de su computadora. Era su pasatiempo favorito: ya tenía dos diplomas de la Policía por facilitar sendos arrestos con sus denuncias e iba por el tercero, que tenía ribetes dorados y se entregaba con ceremonia incluída en la propia Jefatura. El navegador siempre estaba fijo en las cámaras de subte, Doña Rosa iba maximizando una y cerrando otras, marcando las que por algún motivo le interesaban para seguirlas más atentamente. Encontró a la parejita un segundo antes de que a David se le ocurriera tomar a Alicia por los hombros e intentara besarla, impulso que ella rechazó, enojada, de un empujón.

Doña Rosa rescató la escena y la envió a la Policía mediante un formulario sencillo que el sitio web proveía para ello. “Abuso sexual o intento de” marcó en “Describa la conducta sospechosa”, y presionó enviar.

El segundo oficial a cargo intentó discutir la orden. “¿Está seguro, Jefe? Es una parejita de pibes, no me parece que suceda nada…”. El Jefe tomó el micrófono y ordenó “procedan”, no sin antes dedicar una mueca a su subordinado. “¿Cuánto hace que estás acá? No puedo creer que no aprendas nada”, le regañó, y con una nueva mueca le indicó el televisor que colgaba de una pared.

Cuando Doña Rosa apretó Enviar, la secuencia de imágenes, además de llegar a la Comisaría, recaló en varios servicios informativos. La falta de noticias emocionantes durante toda la mañana inspiró a un productor quien en un par de clicks revisó los antecedentes de David y mandó la grabación al aire. “Violencia y abuso en la estación de subte”, decían los títulos sobreimpresos en la pantalla. “Pertenecería a la mafia de la piratería”, agregaba. “Valiente anciana denuncia abuso”, concluía.

“Están transmitiendo en directo desde la estación, no me importa qué es lo que pasa, lo que sí sé es que si no hay policía en un minuto quedamos como inútiles ante el mundo, una vez más”, insistió el Jefe. En ese momento, la fantasía de los uniformados descolgándose desde el techo se convirtió en impactante realidad para David.

“Qué fantasía más pelotuda”, pensó Juan mientras cerraba la tapa de su nueva laptop. “Ya no saben qué inventar, como si fuera posible…” se dijo mientras acariciaba orgulloso y confiado el holograma de Trusted Computing.

]]>
/2006/08/el-futuro-llego/feed/ 0
El día de la marmota /2006/02/el-dia-de-la-marmota/ /2006/02/el-dia-de-la-marmota/#comments Thu, 02 Feb 2006 13:19:27 +0000 Patricio /?p=71 Si mañana cuando te cuando suene el despertador sentís un déjá vu, corré a mirar el calendario que es probable que hayas quedado atrapado en el día de la marmota.

Quién no ha visto en esta típica película de sábado a la tarde a Bill Murray despertar una y otra vez un 2 de febrero e intentar seducir incansablemente a Andie MacDowell en el pueblo perdido de Punxsutawney. También hay que decir que es de esas pocas películas de sábado a la tarde que uno puede ver una y otra vez.

También hoy, como en la ficción, es jueves; hoy saldrá esa rata grande y peluda de su jaula y dictaminará si el invierno boreal ha llegado o no a su fin. Quizás también sirva para saber si nuestro verano ha terminado. En lo que a mí respecta, no necesito la ayuda de ningún cuadrúpedo para saberlo: me alcanza con el fin de las vacaciones. Cuando los días vuelven a llamarse por su nombre es que el verano irremediablemente ha muerto.

(Vía Microsiervos)

]]>
/2006/02/el-dia-de-la-marmota/feed/ 0
La gripe (Capítulo I) /2005/09/la-gripe-capitulo-i/ /2005/09/la-gripe-capitulo-i/#comments Sun, 04 Sep 2005 12:24:58 +0000 Patricio /index.php/2005/09/04/la-gripe-capitulo-i/ ¿Volvería a ver el sol alguna vez?, se preguntó el hombre con la mirada detenida en el disco rojo, opaco y frío que avanzaba hacia el atardecer. Respiró profundo, aire y cenizas, cenizas que ya formaban parte del aire, que cubrían todo, al hombre, a la azotea, al edificio, a la ciudad en llamas; que apagaban el cielo dejando sólo esa claridad mortecina apenas interrumpida por aquel círculo sofocado que jamás podía ser el sol.

Ya comienza la noche, pensó el hombre en la azotea, y se acomodó la manta sobre los hombros para esperar el frío inédito que tornaba las escamas de ceniza en copos de nieve seca. Aquí y allá, esparcidas por las calles apenas habitadas, las columnas de humo señalaban la presencia de los cementerios nuevos.

El año pasado estábamos todos en la terraza, pensó el hombre, y todos éramos eternos. La llegada del crepúsculo lo estremeció: quizás un temor atávico que se instalaba en el anochecer de esa novedosa ciudad medieval que escapaba de la peste. Quizás la nostalgia de la vida eterna. Quizás sólo el frío incandescente de la noche.

La gripe está a punto de ser derrotada, pensó el hombre, al hacer la cuenta de los Incendios Controlados y confirmar que cada día eran menos los edificios convertidos en piras funerarias. El hombre volvió a mirar lo poco que quedaba de aquel círculo mortecino que no podía ser el sol y rogó piadosamente porque la derrota de la Gripe no lo abarcara.

(Ir al Capítulo II)

]]>
/2005/09/la-gripe-capitulo-i/feed/ 0
Verano bordó /2005/08/verano-bordo/ /2005/08/verano-bordo/#comments Mon, 15 Aug 2005 12:24:58 +0000 Patricio /index.php/2006/01/03/verano-bordo/ Qué extraña es la ciudad en silencio, qué desolada y ancha resulta la avenida desierta, qué color tan oscuro tiene mi sangre. Hasta la pendiente que baja hacia la playa parece más pronunciada a medida que el sol comienza a levantarse.

Es curioso. Los pocos días que llevo en este lugar han estado signados por el bullicio continuo, el movimiento incesante de la muchedumbre y el tráfico, ese tráfico fastidioso a que obligan las calles repletas.

A mí no me molesta, todo lo contrario, cuando eso sucede pienso que no está tan mal andar a pie. Como si los embotellamientos fueran mis revanchas privadas contra los dueños de tantos automóviles lujosos.

En realidad estuve deseando venganzas desde que el chofer del autobús arrojó con calculado descuido mi mochila al piso mugriento de la estación y me miró desafiante. En aquél momento no le presté atención, pero fue entonces cuando me di cuenta de que tenía a la ciudad en mi contra.

Todo el tiempo intenté hacer como si mis enemigos no existieran. Pero lo cierto es que, a pesar de querer ignorarlos, el clima hostil amenazó con arruinar mis vacaciones.

No se me había ocurrido que una noche afortunada podía enmendar el fracaso seguro del verano. Menos aún que sucediera cuando me había rendido ante la evidencia y decidido a volver a casa. Fui al Casino gracias a esa determinación; el ahorro que significaba acortar mis vacaciones me permitió hacerlo.

Apenas traspasé la puerta me alcanzó la sensación de rechazo a la que ya me estaba acostumbrando. El portero, al ver mi ropa, hizo un gesto interrogante hacia una esquina oscura de la barra mas no tuvo otro remedio que dejarme pasar.

Comencé a apostar en una mesa alejada. Tenía las fichas más pequeñas y una noción vaga del juego, todavía me sorprende la forma en que empecé a ganar bola tras bola. Cuando otras personas se acercaron para seguir mis apuestas logré olvidar, por un momento, el recelo que me acompañaba.

Perdí la cuenta de mis fichas, embriagado por los aciertos que se sucedieron incansables. Luego me retiré con algo de efectivo en el bolsillo y un cheque personal guardado en la caja fuerte del Casino.
Entonces tuve un estremecimiento de frío que se repite ahora, a cada rato. Fue al salir a la calle, donde de cara a la brisa marina empiné una lata de cerveza helada y la bebí de un trago. La noche era cálida, tal vez aquellos escalofríos hayan sido parte de la emoción.

Caminé bordeando la playa, finalmente entré a un bar donde un grupo de músicos interpretaba canciones de moda. No la vi al principio, su belleza indecente estaba siempre rodeada por la ilusión de otros. Precedido por la euforia que traía desde la mesa de ruleta no dudé ni por un instante que sería capaz de seducirla.

Y así sucedió. Lo más difícil fue superar el vértigo de su mirada. Cuando pasé ese trance sólo quedó por delante encontrar la oportunidad para alejarnos del ruido.

Ahora me parece curioso el recuerdo. Casi no hablamos, creo que la besé antes de saber su nombre. Primero fue un diálogo de miradas y luego de caricias furtivas; después, sólo fue necesario salir al mismo tiempo del bar.

Cuando en la puerta un hombre la tomó de un brazo y la apartó, no me sentí con autoridad para intervenir. Esperé. Desde donde estaba los veía discutir pero no podía escuchar sus palabras. Luego él subió a una moto y se fue.

Entonces ella se acercó nuevamente, temblando. La abracé y comenzamos a andar. Llegamos a la playa, allí nos escondimos en la sombra del muro que rodea la calle costanera.

Esperaba la humedad perfecta de sus labios pero la oscuridad tibia de su piel me sorprendió. Creo que ella se sentía igual que yo, sus manos temblaban débilmente al viajar por mi cuerpo, sus ojos se entrecerraban sutiles cuando acompañaban gemidos. El bordó obsceno de sus pezones me maravilló, ahora pienso que quizás aquel color se debiera a la penumbra. El paso de la gente y de los autos así como el rumor de las olas se fueron apagando a medida que su corazón golpeaba más fuerte y más rápido en mi pecho y sus piernas presionaban más violentamente las mías. De pronto nuestro latido se extinguió en un suspiro prolongado y la calma recuperó, poco a poco, los sonidos del mar y de la calle.

No sé cuánto tiempo permanecimos tirados en la arena pero recuerdo que el cielo ya no era tan negro cuando subimos hasta la calle. La acompañé hasta su hotel, prometimos vernos nuevamente. Emprendí el regreso hacia el camping aún deslumbrado por su sensualidad infinita, en el camino compré una cerveza fría en el único almacén que encontré abierto.

Comencé a remontar la cuesta de la avenida y vi venir la moto. En cuanto el conductor pudo distinguirme claramente, apuntó hacia mí y aceleró. Entonces escondí la botella tras mi cuerpo. Cuando estuvo a un paso de distancia levanté la mano y pegué con toda mi fuerza.

En el instante en que la botella se abatió sobre su cabeza alcancé a ver su rostro sorprendido y, al mismo tiempo, un resplandor imprevisto en su mano. Creo que levité algunos segundos, apenas a dos o tres centímetros del piso, mientras la moto pasaba a mi lado en cámara lenta anticipando su caída desordenada.

Entonces me desparramé en el suelo hasta alcanzar esta postura en la que respirar no duele tanto. La moto detuvo su caída allá lejos donde el asfalto se junta con la arena, la rueda trasera todavía se mueve inútil en el aire. Su jinete, un poco más cerca, permanece inmóvil en una posición extravagante; habrá creído, como yo, que la sorpresa del rival sería perfecta. Quizás su último recuerdo haya sido mi mirada atónita frente al pase de magia que colocó el puñal en su mano, la misma expresión que él mostró un momento antes de estallar la botella sobre su cabeza indefensa.

La ciudad está desierta, sólo se escucha, porfiado, el zumbido de la moto, mientras veo mi sangre que resbala y se aleja hacia la playa.

]]>
/2005/08/verano-bordo/feed/ 0
El tren de la madrugada /2005/08/el-tren-de-la-madrugada/ /2005/08/el-tren-de-la-madrugada/#comments Sun, 07 Aug 2005 12:23:49 +0000 Patricio /index.php/2006/01/03/el-tren-de-la-madrugada/ Hacía ya unos cuantos días que buscaba infructuosamente una historia cuando la vi.

Era alta, casi rubia, sobre sus hombros aún bellos llevaba poco más de cuarenta años y en su cabeza, un rodete desprolijo. Bajó del tren con paso seguro y sin mirar atrás cruzó de prisa el campito que separaba las vías de las casas.

Detrás de ella, el hombre que la llamaba desde el andén -”?¡Elsa, Elsa!”?- era la imagen misma de la desolación. Flaco, alto, vestía un traje gris demasiado grande y un sombrero que completaba su aspecto entre patético y ridículo.

-Acá están mis personajes- pensé.

Elsa no se molestó en detener su marcha para contestar el llamado. La dignidad de sus pasos contrastaba con la figura miserable e inmóvil de … ¿Santiago? -Sí, Santiago- me dije -es un buen nombre.-

Eran buenos bocetos de personajes. Un poco más y tendría la historia que estaba buscando.

En el resto del viaje me entretuve imaginando relatos para Elsa y Santiago. Inventé muchos, en ellos Santiago sufría por la indiferencia de Elsa y los desenlaces incluían inevitablemente la muerte de aquél. En todo el trayecto no fui capaz de concebir otro destino para ese pobre hombre.

-Bien- pensé -si Santiago trae consigo su propia muerte, yo no soy quién para evitarlo.-

Inútil es que transcriba el inicio del cuento que ellos me inspiraron. Abundan las descripciones de la estación, del tren, del campito que bordeaba las vías y sobre todo, de Elsa y de Santiago.

Ya conocemos eso.

Lo importante es que Elsa comenzaba a sentirse irritada a causa del acoso gentil pero incansable de Santiago.

-Disculpe usted, pero ya le he dicho que no tengo interés en escucharlo. ¿Puede dejarme tranquila de una buena vez?-

-Elsa, lo último que quiero es molestarla, pero me voy a morir si usted…

-Señor, usted puede morirse de lo que le dé la gana. Ya le he dicho que estoy harta de que sin motivos me haga pasar papelones. ¿Quién se cree que es para gritarme de esa manera en la estación del tren?

Vecinos de un barrio más bien aislado, Elsa y Santiago se conocían a la fuerza por concurrir al mismo almacén y caminar las mismas calles.

Elsa vivía con su madre frente a la estación. La casa les quedaba grande a las dos mujeres, pero renegaban mudarse y perder, además de los recuerdos, la visita de los niños durante el verano, hijos de la hermana casada, que recibían los mimos y privilegios prodigados por la abuela viuda y la tía soltera. No siempre Elsa había estado sola y eso se notaba en algún resquicio indefinible de su carácter.

No conocía bien a Santiago, ni quería conocerlo. Apenas sabía que vivía dos cuadras abajo, en una casa pequeña a la que siempre le faltaba una mano de cal. La puerta estaba oculta tras los flecos de la cortina para las moscas y la tierra volaba reseca en el patio huérfano de césped. No tenía casi plantas, ni siquiera había matorrales, lo que le daba a la casa el mismo aspecto miserable y deslucido de su dueño.

Nadie supo por qué se había enamorado de esa manera irremediable de Elsa. La cercanía en la edad, la costumbre de tomar el mismo tren, el pasar en soledad tantos años, eran las opiniones más escuchadas. Lo cierto es que nadie apostaba un centavo a ese romance, con la posible y única excepción de Santiago.

Rosita, la almacenera, solía bromear acerca del tema, y cada vez que veía a Elsa le decía:

-¿Cómo va ese noviazgo?-

Aquel anochecer Elsa no intentó disimular su furia.

-No me jodas, Rosita, estoy cansada de ese tipo. ¿Sabés lo que me hizo?-

- ¡Ja, ja! Sí, me contaron. Se te estuvo declarando desde La Plata y vos le decías que no y te cambiabas de vagón, pero él como si nada.-

-Y cuando bajé me llamó a los gritos. ¿Qué puedo hacer para que no me moleste más?-

-Ya te dije- contestó Rosita jocosa -llamá a una bruja para que lo cure como si fuera empacho, o hacele un muñequito y quemalo, o algo así-, y estalló en carcajadas.

-Vos reíte, que no te molestan sólo porque tu Manolo tiene cara de loco.-

Elsa se fue del almacén con un humor pésimo. Lo que había pasado en el tren era imperdonable y lo del andén aún peor. Sentía que todo el mundo había estado en la estación esa tarde.

Apenas habló durante la cena. ¿Y si probaba lo del muñeco? A lo mejor le provocaba un dolor de estómago a Santiago y al otro día no iba a trabajar. -Mañana me salvo del papelón- pensó.

Mientras dudaba en torturar un muñequito con pases de magia negra que desconocía, se quedó dormida. Era aún de noche cuando despertó y no se sorprendió cuando por la ventana distinguió la silueta de Santiago bajo la única lámpara que alumbraba el andén. Estaba a más de cien metros, pero el sombrero pasado de moda lo hacía inconfundible.

-Se levanta a esta hora para hacer guardia en la estación- pensó Elsa. La imagen de ese pobre hombre esperándola todas las madrugadas, lejos de enternecerla la exasperó. Tomó un muñequito de felpa que descansaba en el piso y metió en su bolsillito un pedazo de la única carta de Santiago que aún no había tirado a la basura.

“Estimada Elsa: Le suplico que escuche mi corazón. Suyo, Santiago.”?

La frase la había copiado torpemente del jingle de una propaganda de dulces, donde una voz femenina repetía incansable: “…escucha mi corazón, escucha mi corazón…”? mientras ofrecía bocaditos de chocolate. Elsa supuso que el muñeco debía tener algo que estableciera una relación con la víctima. Rompió la parte que decía “…mi corazón. Suyo, Santiago”? y con ella rellenó el bolsillo que tenía el muñeco en su simpático saquito.

-¿Y qué hago ahora?- se dijo Elsa. Con cierta vacilación le introdujo un alfiler en la barriguita.

Sólo consiguió sentirse tonta.

Furiosa, se dirigió a la cocina, abrió la tapa de la licuadora y en un intento de ocultar su estupidez, metió al pobre juguete y la conectó en “Máximo”?. Luego quitó el papelito que había sobrevivido indemne a la masacre, tiró los restos a la basura y fue a vestirse.

Cuando llegó a la ventana de su pieza ya no estaba la silueta de Santiago.

-Se habrá aburrido de esperar- pensó algo inquieta, al tiempo que escuchaba el silbato de un tren madrugador.

Santiago, efectivamente, se había cansado de esperar; mientras Elsa rompía su última carta, se dio vuelta y emprendió el camino a casa. Dio cuatro o cinco pasos, no más. De pronto, de los pastizales que cubrían el campito, salió un hombre con una cuchilla de cocina, le hundió la hoja hasta el mango y le sacó los pocos pesos que tenía.

Fue tan rápido que Santiago no llegó a sorprenderse. Permaneció una eternidad con las rodillas en la tierra, mientras escuchaba la huida apresurada de su asaltante. Hombre hecho, como todos, a la medida de sus íntimos rituales, Santiago tomó el sombrero que había caído delante suyo y se lo acomodó con un movimiento lento y esforzado. Se levantó con dificultad sin dejar de abrazarse la barriga y se dió vuelta hacia la estación. Allí había luz y en unos minutos habría gente. Trastabillando, logró subir los escalones que conducían al andén y una vez arriba se acercó lentamente a las vías. Las debía cruzar, del otro lado estaban la ruta y las casas más cercanas. Mientras caminaba sobre ellas su pie derecho tropezó en el hueco de un durmiente y cayó golpeándose la cara. Le costó mucho levantarse, tanto, que cuando lo logró tenía el tren encima, un rápido que venía a toda velocidad y que se detenía recién en La Plata.

Los vecinos se sintieron conmocionados por lo que creyeron el primer suicidio pasional en la historia del barrio. Elsa entró en pánico: además de sentirse culpable de la horrible tragedia, temía haber liberado fuerzas extrañas que no sabía dominar. Nunca habló de su muñequito destrozado. Al poco tiempo, directamente, no volvió a hablar.

Qué fiesta para las comadres del pueblo: él, muerto por amor; ella, muda por no haberle correspondido. Sólo que Elsa no creía haber provocado un suicidio sino cometido un asesinato.

En este punto terminaba, casi, mi relato. El último párrafo abundaba en forma algo más literaria acerca de la magia negra, el porvenir y los amores despechados.

Y así hubiera terminado, si no fuera porque esta mañana, hurgando entre diarios viejos, apareció ante mí el rostro inconfundible de Santiago. Debajo explicaba en letras pequeñas: “Copia facsímil del documento de Pedro Echagüe”?, y a su lado, el título que anticipaba una “Horrible tragedia en La Plata”?. El texto decía así:

“Un tren arrolló y mató a un hombre en la madrugada de ayer en la localidad de City Bell, partido de La Plata. El occiso, de nombre Pedro Echagüe, tenía cuarenta y cinco años y era vecino de la zona, consignaron fuentes policiales. El hecho ocurrió a las cinco y quince minutos, aproximadamente, cuando el expreso Buenos Aires-Avellaneda-Quilmes-La Plata, frente a la estación de City Bell, pasó prácticamente por encima del hombre que se encontraba en ese momento sobre las vías. Los informantes indicaron que es difícil establecer las circunstancias en las que sucedió esta tragedia porque ningún vecino de esa zona habría visto o escuchado algo relacionado con el hecho. Por otro lado, el cadáver era irreconocible, el mismo pudo ser identificado porque milagrosamente su libreta de enrolamiento permaneció intacta en uno de los bolsillos interiores del saco que llevaba el infortunado Echagüe. Existen fuertes sospechas de que se trataría de un suicidio provocado por cuestiones amorosas. Interviene en el caso el juzgado en lo Correccional y Criminal número cuatro de la ciudad de La Plata. Voceros del juzgado descartaron, al cierre de esta edición, que existieran motivos para sospechar de un crimen.”?

]]>
/2005/08/el-tren-de-la-madrugada/feed/ 0
Amnesia /2005/07/amnesia/ /2005/07/amnesia/#comments Fri, 29 Jul 2005 12:21:17 +0000 Patricio /index.php/2005/07/29/amnesia/ Puesto a recordar confieso que no me resulta nada fácil extraer un discurso coherente del torbellino de percepciones casi sin sentido que tengo grabadas en mi mente desde ese día.

Más que recordar conceptos recuerdo sensaciones. Así es que todo se me presenta como un conjunto de imágenes, olores, sabores y estremecimientos. Ningún sonido, porque no los hubo, o quizás porque no los registré, tan ocupado como estaba con ese sofocamiento que creo revivir cada vez que evoco aquella tarde de primavera.

Primero fue una serie de imágenes, y digo “serie de…” porque yo miraba como se mira un conjunto de fotos y no una película. O quizás miraba como miro siempre, y lo de afuera era lo distinto. No sé ahora, y no lo supe entonces. Fue al pasar por la calle 8, a la altura de 34, en esos barrios tan lindos que tiene La Plata, con casas amplias, pocos negocios y ningún edificio. Allí, una enorme morera que instala su sombra sobre la calle al comenzar la tarde, escupió una mora madura en el momento que yo pasaba debajo de ella.

Tan simple como eso, tan cotidiano, tan esperable. Yo iba manejando como lo hago siempre a esa hora por las calles desiertas, disfrutando el hecho de manejar tranquilo, sin prisa ni reflexiones profundas. En eso cae del cielo una gota de sangre oscura y se estampa contra el parabrisas, sin sonido alguno, pero con más violencia que la que podía contener esa pequeña mancha. Tardé algunos instantes en relacionarla con la morera, y cuando lo hice pasé a la segunda foto. La mancha comenzó a agrandarse. Quién sabe, quizás sin darme cuenta estaba acelerando demasiado, y la presión del viento la aplastaba contra el vidrio, aumentando su tamaño. Cuando pequeña, la mancha era de color morado. Mientras crecía fue aclarándose hasta que no quedaron dudas.

Entonces comenzaron los sabores. Un gusto extraño aunque conocido, algo insípido, apenas dulce, que ahora vuelvo a sentir mientras redacto esta crónica, me llenó la boca. Tal como el color de la mancha, ese era -lo supe entonces- el sabor de la sangre. Y un aroma de espanto llenó la cabina de mi auto. Algo aturdido, aún cuando mi mente se resistía a escuchar lo que gritaban mis sentidos, conecté el lavaparabrisas.

La cuadra siguiente la recorrí casi tranquilo, mientras un chorro de agua inundaba el vidrio y las escobillas iban y venían marcando un prolijo semicírculo.

Pero el agua no alcanzaba a lavar la sangre, que ya era mucha, que abarcaba todo el frente del parabrisas y goteaba por los costados, algo diluída pero aún roja. Estacioné, perplejo.

Bajé del auto, recuerdo que allí comenzó el sofocamiento. El techo estaba teñido de rojo, lo mismo el capot y las puertas, la sangre salía por debajo de las ruedas pero también de las alcantarillas, de las puertas de algunas casas (no de todas, pero…). La ciudad estaba ensangrentada, y la gente como si tal cosa, caminando por los charcos. Algunos mantenían obstinadamente su cabeza en alto, otros miraban la sangre con satisfacción (¿con satisfacción?), la mayoría parecía no darse cuenta -como yo hasta recién, pensé, como yo-.

-”¡Oficial!”, grité desesperado.

El joven agente corrió hacia mí, alarmado por la urgencia de mi voz.

-”¡Hay sangre por todos lados! ¡La ciudad está llena de sangre!”. La gente seguía caminando, sin curiosidad aparente por lo que yo gritaba.

-”Es cierto, hay sangre por todos lados”, me contestó tranquilo el policía. “Mire sus manos, si aún no están sucias, quizás mañana lo estén.”

Yo miré mis manos, estaban limpias. El policía se quedó parado frente a mí, sin moverse, mientras por sus botas y mis zapatos corría la sangre. Observé -ésta fue otra foto que recuerdo aislada del resto- que él usaba guantes oscuros. Volví a mirar a la gente que pasaba, muchos tenían las manos rojas y se manchaban la cara al secarse la transpiración o acomodarse el pelo. Me fui de ese lugar rápidamente, huyendo de horrores que desconocía, pero que presentía aún más terribles que el de la sangre inundando la ciudad.

Ya no estaba sofocado: allí comenzó el miedo, el mismo que siento ahora mientras escribo y miro mis manos que se tiñen de morado tal como aquella pequeña mancha que intentó advertirme. Luego, ya lo sé, el rojo se irá aclarando hasta dar el tono justo de la sangre. Quizás, si hubiera vuelto a la morera para intentar conocer el origen de este río tenebroso que se está metiendo por el umbral de mi puerta… Quizás, si hubiera procurado saber qué cuerpos desconocidos habían contenido tanta sangre… Quizás, si al menos hubiera intentado recordar…

Lo cierto es que quise olvidar, tal como cuando conecté el lavaparabrisas del auto. Y olvidar deliberadamente -recién ahora lo entiendo- es también mancharse las manos con sangre. Por eso estoy esribiendo este testimonio, en un esfuerzo posiblemente tardío por rescatar mi inocencia.

]]>
/2005/07/amnesia/feed/ 0
El Compositor /2005/07/50/ /2005/07/50/#comments Tue, 19 Jul 2005 12:20:06 +0000 Patricio /index.php/2005/07/19/50/ Tan sólo restaban los últimos dos, o a lo sumo cuatro compases. Miraba y miraba el pentagrama, contaba las notas prolijamente dispuestas en su cárcel de cinco barrotes. Las pesaba y medía, y comprobaba a cada rato la combinación exacta de sonidos y silencios que había obtenido. Pero el final, faltaba el final y sin él su canción perfecta se encontraba presa de una amputación horrible que impedía admirarla.

Era una canción breve: doscientos cinco notas se sucedían una tras otra a lo largo de tres páginas Ricordi. Doscientos cinco fosforitos que obstinadamente escondían el secreto de los últimos compases.

Siguió intentando unos cuantos meses, pero el dichoso final no aparecía. Hasta que decidió solicitar ayuda y fue a la casa de su vecino Pedro, buen hombre al fin, pero avaro y algo prejuicioso.

Pedro revisó cuidadosamente cada una de las hojas, ya un tanto amarillentas, y le dijo:

-Esto está muy bien, Luis. Pero tan hermosa melodía sin final es como si a la mujer de mis sueños le quitaras la nariz.

-Ya lo sé, contestó Luis, amargado. Claro que lo sabía. Tantas madrugadas insomne, a punto de perder su trabajo a causa de su obsesión, agotado. Vaya si lo sabía. -Por eso vine. Necesito un final.

-Claro. Y sucede que yo necesito una de tus notas. Ese fa semicorchea que tenés acá, y señaló el papel gastado con un dedo impiadoso, es justo lo que estoy buscando.

-¡Por favor, Pedro!, exclamó Luis desesperado. -¡Si usted me quita una sola nota de las doscientos cinco, mi melodía ya no será igual!

-Vamos, vamos, que en medio de la canción es fácil buscar alternativas. Fijate que no elegí nada del principio, y el final aún no existe, que son los dos sitios complicados, donde nada se puede quitar ni agregar, razonó Pedro con tranquilidad.

Luis meditó largo rato, consideró la mayor experiencia de su vecino en temas tan delicados, y finalmente preguntó con timidez:

-Y usted, a cambio, ¿me consigue un final?

-No, en esto, como en todo, hay que ser realistas. Un fa semicorchea no vale un final de ninguna canción, menos aún de una tan linda como la tuya. Sólo te lo puedo cambiar por un silencio. Eso es, dijo mirando atentamente el pentagrama, al inicio de este primer compás que tenés en blanco se hace necesario un silencio de corchea. ¿Ves? El final de tu canción comienza como interrogando, como con una duda que deberás resolver en lo que aún resta. Y además, es justo: una semicorchea por una corchea, una nota humilde de la mitad de la obra por un silencio sugestivo de un final espléndido.

Luego de pensar unos minutos, Luis aceptó. Volvió a su casa con algún optimismo, tarareando su melodía y deteniéndose en ese silencio que era como un sobresalto, sí, como una duda.

Lástima que, carente del fa semicorchea, la canción quedaba un poco renga, pero tampoco iba a preocuparse demasiado por una noteja perdida en el pentagrama, y, como Pedro había sentenciado, fácilmente reemplazable.

Al poco tiempo descubrió que no era sencillo avanzar más allá del sobresalto que anunciaba un final aún inexistente. Un final que amenazaba transformarse en una obsesión espantosa, que lo consumía día a día. Su hermosa melodía se convertía, de a ratos, en un monstruo odioso, en una criatura destructiva. Desesperado, nuevamente salió a buscar auxilio.

Su tío estudió el tema con comprensión y afecto, y le consiguió dos buenas notas, como regalo de cumpleaños. Un negro mi bemol -correctísimo y elegante- y un si (negra con puntillo), que parecían hechos a propósito para su canción. Fue un avance increíble, tanto, que renovó sus esperanzas durante exactamente tres meses y cuatro días.

Al cabo de ese tiempo logró hacer negocios con un viajante de comercio, conocedor de sitios exóticos. Un buen trato para Luis, pero es que al vendedor le dio pena ese joven esmirriado que lo miraba con angustia. Entonces abrió su valija y le ofreció una hermosa combinación de corchea y cuatro fusas que escalaban el pentagrama. Luis le pagó con un compás entero, pero aún así le resultó barato: era un compás que no se repetía, de manera que, pensó, había chances de reemplazarlo.

Un compañero de trabajo le vendió tres notas más por cinco de menor valor, que salpicaban aquí y allá las hojas ya rotas por tanto trajín.

El cartero fue más terco e inflexible: quiso dos compases por dos notas, pero esas dos notas valían realmente la pena.

Un periodista se llevó todos los adornos a cambio de una nota y un silencio, claro es que los adornos podían quedar librados al buen tino del ejecutante.

Finalmente, un mendigo que pasaba le dio la última nota. -¡La última!, exclamó Luis, llorando de emoción. -¡Y es extraordinaria!, gritaba en medio de la calle. Era realmente buena: Un mi redondo, majestuoso, excepcional. Le costó caro, pero no se detuvo siquiera a pensarlo porque aceptó de inmediato, ciego de alegría.

Llegó a su casa y se sentó raudo a transcribir en flamantes Ricordi la canción perfecta que por fin había terminado. Pero descubrió que ya no era la misma, que de las doscientos cinco notas que combinaban con suma belleza, apenas restaban cuarenta y dos, y sumamente incoherentes entre sí -salvo el final, que, es justo decirlo, era muy hermoso-. Volvió a mirar las hojas mientras intentaba reconstruir el encanto de la melodía perdida. Pero era en vano: había repartido su canción en pedacitos.

Tomó las cuarenta y dos notas (y unos cuantos silencios) y partió, a la búsqueda de los restos de su música. Claro que era un mal negociador, y su crédito se le acababa rápidamente. Recuperó aquél fa semicorchea que a cambio de un silencio breve había entregado a Pedro, pero una vez con él ya no supo en qué lugar de su pentagrama estacionarlo. Cuando llegó la noche apenas doce notas le quedaban, y ninguna esperanza.

Esta mañana, al pasar por la puerta de su casa vi que había sacado la basura y de la bolsa asomaban las últimas tres notas que todavía conservaba. Él estaba parado en el pasillo, inmóvil, llorando el triste final de una canción inconclusa.

]]>
/2005/07/50/feed/ 0
El prostíbulo de la calle 52 /2005/07/el-prostibulo-de-la-calle-52/ /2005/07/el-prostibulo-de-la-calle-52/#comments Sun, 17 Jul 2005 19:34:39 +0000 Patricio /?p=2 Jamás podré olvidar el prostíbulo de la calle 52.

Fue en un oscuro día de invierno, recuerdo la penumbra sombría que amenazaba tempestades y envenenaba el ánimo. Era apenas pasado el mediodía, sin embargo, el clima era de desolado anochecer.

Con el espíritu teñido del mismo gris pesadumbre que emborrachaba la jornada, caminaba sin rumbo, apenas mirando el piso que surgía delante de mis pies.

Nunca supe cómo, en un momento levanté la vista y me encontré en una calle para mí desconocida. Sabía que, a pesar de mi distraído vagabundear, no podía estar lejos de mi casa, en barrios conocidos desde la infancia. Inmediatamente la curiosidad se instaló en mí desplazando la amargura sorda que me había llevado hasta ese lugar.

La calle estaba empedrada con adoquines irregulares y un hilo de agua corría por sus márgenes. Las veredas, muy rotas y encharcadas, daban el marco a dos hileras de casas viejas, de grandes zaguanes. En la esquina, un cartel azul bautizaba la calle con el número 52, raro detalle, porque estaba seguro de que en ese barrio la calle 52 no existía.

Seguí caminando, convencido que la tormenta inminente había desatado una extraña magia, un hechizo inquietante.

A poco andar descubrí una pequeña chapa de bronce que en letras de relieve indicaba “PROSTIBULO”, confeccionado de forma tal que bien podría haber dicho “ABOGADO” u “ODONTOLOGO”. El letrero adornaba un enorme caserón antiguo, de prolijas ventanas y cuidada mampostería.

Con algún pudor, miré hacia todos lados y entré.

Había un cuarto pequeño, con un mostrador en un rincón y un gran velador amarillo sobre éste, que irradiaba una luz débil y temblorosa. Tras el mostrador, escondido en la semioscuridad, un inesperado hombrecito tan gris como el día, me interpeló: -”Buenas tardes, señor. ¿Qué desea?”.

Realmente me sobresalté. Estaba tan concentrado observando el lugar que pasé por alto la presencia del hombrecito hasta que habló. Ahora pienso que no esperaba encontrarme con ser humano alguno, sentía como si hubieran pasado siglos sin cruzarme con nadie, como si la presencia humana fuera la excepción y no la regla.

El hombrecito notó mi desconcierto, pero lo atribuyó a otras causas.

-”Claro, disculpe usted. Es notorio que si usted ingresa a un prostíbulo está claramente fuera de lugar preguntarle qué desea.” Yo lo miraba, callado. La situación no terminaba de resultarme coherente, aún cuando los acontecimientos se desarrollaban dentro de una lógica rigurosa. El hombrecito continuó:

-”Pero es que en realidad este prostíbulo no ofrece sexo. O tal vez sí, pero sólo como cuestión accesoria. Es decir, lo único que estamos en condiciones de ofrecerle es un amor eterno y no otra cosa.”

Recién allí las cosas comenzaron a parecerme dotadas de sentido. Es que ese lugar no podía conservar la lógica de la vida cotidiana, y la coherencia se transformaba en un sinsentido. Me sentí casi satisfecho, casi contento, casi cómodo. Recuerdo que le pregunté:

-”¿Cómo es eso?”

-”En los aspectos comerciales, idéntico a cualquier prostíbulo. Usted paga y tiene a una chica por el tiempo convenido en el precio. Eso sí, le repito, sexo todo el que desee pero su dinero aquí compra amor eterno.”

Debí reírme a carcajadas y retirarme. Pero lo del hombrecito, desconozco por qué razón, me resultó de una seriedad inobjetable. Normalmente, pensé en aquel momento, uno paga por un cuerpo. Aquí se paga por un cuerpo más un amor para siempre. Si el precio final es más caro, bien vale la diferencia.

Entonces no se me ocurrió pensar en la palabra “alquilar”, aún cuando el hombrecito me lo sugirió cuando habló del tiempo. En un prostíbulo no se compra nada, sólo se alquila, y los alquileres tienen una duración determinada. Allí, frente al hombrecito, sólo pensé en el amor eterno.

Si era tan sencillo invertir en lo imposible, entonces iba a hacerlo. Pagué y fui conducido a una pequeña habitación donde me recibió una mujer, no muy joven, no muy mayor, apenas linda. Me miró a los ojos y me dijo:

-”Te estuve esperando siglos enteros.”

No sé qué fue lo que ocurrió, no había tomado una gota de alcohol, pero supe, o creí saber, que yo también había esperado desde siempre a esa mujer de edad indeterminada, sólo casi bonita.

Nos sentamos a conversar, pese a que estaba vestida de manera más que breve. De sus palabras, sólo recuerdo el erotismo, de las mías, ni siquiera eso. Su voz, su boca, su mirada, hasta su perfume perfecto que creo respirar aún hoy en la soledad de mis noches, destilaban sexo, romance, pasión.

En algún momento pensé, intentando librarme del hechizo, “sólo es una puta”, pero la mirada de la puta me quitó el aire, me hizo sentir blasfemo, destruyó las pocas defensas que apresuradamente intentaba construir para evitar aquello por lo que, inocentemente, había pagado. Nunca voy a olvidar esa mirada, aunque ya no recuerde el color de sus ojos. Nunca voy a olvidar las mil expresiones de su rostro, aunque jamás haya conocido su nombre. Sé que lloro por cosas que en realidad ignoro. Quizás por ignorarlas me enamoré para siempre de esa mujer en sólo un rato.

Hicimos el amor, y también en esto tenía razón el hombrecito. No había pagado por un simple rato de sexo. Pagué por descubrir el ritmo de su cuerpo -apenas atractivo- era exactamente el del mío, que la piel de una mujer podía vibrar de esa forma, que hasta el calor que transpiraba no era poco, no era excesivo, sino exacto.

Lo cierto es que fue en ese instante que terminé de caer y ya no volvería a levantarme: me descubrí acariciando a mi amada, no a la puta por la que había pagado. Me vi besando a la mujer de mi vida, sin pensar en que se trataba de una anónima desconocida.

El tiempo terminó y ella misma me lo indicó entre lágrimas. Yo había pagado por un amor eterno correspondido y estaba seguro que eso era lo que me habían dado. Salí sin pesar alguno, pensando en reencontrarme con ella sin esfuerzo y llevarla conmigo. Ya era de noche, me alejé rápidamente, feliz de mi suerte.

…………………………………………………………………………………………..

Nunca más encontré la calle 52. Pero si hay algo cierto es que aún estoy enamorado de esa mujer que no volví a ver. Durante mucho tiempo recorrí, todos los días, el barrio, con la esperanza de que súbitamente surgiera una calle entre dos casas y me diera paso hasta el letrero de bronce.

Ya no lo hago. Sigo amando a esa mujer, pero temo que cuando por fin encuentre la calle, el hombrecito esté ofreciéndole a otros clientes mi amor eterno, y creo que no podría soportarlo.

Mientras tanto, sólo me consuela saber que estuve una hora con ella, y hoy sé que una hora efímera es mucho más que no haber estado nunca.

]]>
/2005/07/el-prostibulo-de-la-calle-52/feed/ 12