Buenos vecinos

Hace unos trece años que me mudé a la casa donde hoy vivo: un barrio tranquilo, de casas bajas y jardines prolijos. En este barrio hay una pequeña iglesia, a unos cien metros de mi casa, de una religión cristiana no católica que no sé identificar con precisión.

Me enteré de la existencia de esta congregación cuando a los pocos días de mudarme a mi nueva casa alguien tocó el timbre, un sábado a media mañana. Era una pareja -de mujeres o de hombres, siempre recorren el barrio de a parejas y esas parejas sólo se componen de dos mujeres o bien de dos hombres-, que ofreció conversar acerca de la Biblia. Me negué con amabilidad, insistieron en dejarme unos folletos y se retiraron. Pensé que sería un episodio aislado, sin embargo desde entonces, y por un lapso de unos once años, de manera sistemática y periódica, volvieron los fieles a tocar el timbre de mi casa al menos una vez cada quince días.

Mi reacción en estos casos ha sido siempre contestar con cortesía pero al mismo tiempo con firmeza y honestidad: “no hablo con desconocidos acerca de cuestiones de fe”. A veces ese comentario era suficiente, a veces salían con comentarios sorprendentes acerca de catástrofes. Creo que su fe los lleva a relacionar la tragedia con la existencia de un ser superior, nunca comprendí exactamente la lógica discursiva porque en esos casos me limitaba a repetir en tono más firme, aún amable, que no tenía ningún interés en conversar cuestiones privadas como la fe religiosa con un par de desconocidos.

Supongo que a lo largo del tiempo debo haber ido acumulando un cierto fastidio. Porque uno de esos sábados se combinó de manera explosiva alguna urgencia doméstica con su correspondiente discusión mientras mis expectativas de leer el diario en calzoncillos y tomar mate naufragaba irremediablemente. Pensé que esa temperatura interna no había alcanzado el nivel de malhumor, pero en ese momento sonó el timbre de casa y algo estalló silenciosamente cuando descubrí a dos jovencitas de pollera larga y camisa cerrada hasta el cuello, que sonreían detrás de la puerta.

La sonrisa se les tornó un poco incómoda debido a lo liviana de mi vestimenta, obstinadamente fijaron su vista en mis ojos tratando de abstraerse del resto de mi cuerpo, sobre todo de mis calzoncillos. El primer intercambio fue aún civilizado, aquello de su deseo de conversar acerca de la Biblia y mi respuesta quizás más automatizada y menos amable de lo habitual. El problema fue que esta vez no estaba preparado para soportar un contrarréplica, límite que las chicas cruzaron sin sospechar que acababan de pasar un umbral de no retorno. El diálogo fue más o menos como sigue:

-Entendemos señor… ¿pero usted sabe cuánta gente ha muerto por las guerras…? (quizás esta frase haya sido otra, imposible recordarlo).
-¿Puedo preguntarles algo?, interrumpí
-Cómo no, señor…
-¿Qué parte de “no hablo de cuestiones de fe con desconocidos” no se entiende?
-¿Perdón señor?
(sorprendidas)
-Ya me escucharon, y ya les repetí…
-Señor, disculpe si lo molestamos, ya nos vamos…
-Las disculparé si me escuchan…
(miradas entre ellas, ya nerviosas).
-… hace once años que ustedes me visitan los sábados a la mañana de manera sistemática, una vez cada quince días. Supongamos que estoy equivocado, y que vienen en promedio sólo una vez por mes. Supongamos sigo equivocado y que al menos dos meses al año evitan esta calle en su recorrido. Es decir, haciendo un cálculo modesto, ya tocaron el timbre de mi casa diez veces al año, durante once años: ciento diez veces los atendí y ciento diez veces les indiqué, con todo respeto, que no está en mis costumbres ni en mi deseo discutir cuestiones de fe con desconocidos… ¿es así o me estoy olvidando de algo?
-No, es así, disculpe señor
(las chicas intentaban bajar la vista, algo avergonzadas, pero mis calzoncillos les impedía bajar sus ojos de los míos).
-Entonces, ¿qué es lo que no se entiende de lo que les dije ciento diez veces?
-Esta muy claro, disculpe…
-No terminé aún: estoy empezando a sentir que mi respeto hacia la congregación a la que ustedes pertenecen no es recíproco. Así que aceptaré sus disculpas si hacemos un trato…
-No entendemos, señor…
-Por mi parte, les prometo que si cambio de idea acerca de la posibilidad de discutir cuestiones de fe con extraños, iré personalmente hasta su iglesia y solicitaré consejos y opiniones…
-Muchas gracias, señor
(las sonrisas, tímidamente, volvieron a aparecer por un instante).
-Esa es mi parte del trato. La parte de ustedes es mucho más simple: cuando terminen el recorrido de hoy y se junten con los feligreses a compartir las noticias del día, les contarán esta conversación conmigo y les dirán que se han comprometido a borrar mi casa de sus mapas hasta que yo cambie de opinión acerca de los temas que no discuto con desconocidos -o bien hasta que otras personas vivan en esta casa, en cuyo caso no me importa que vuelvan a tocar este timbre. ¿Estamos de acuerdo?

Quizás porque querían huir de inmediato de mi furia calma o de mis calzoncillos, o de ambos, quién sabe. La cuestión es que durante un año y medio veía las parejas de predicadores revoloteando por el barrio pero evitando con todo cuidado detenerse en mi puerta. Educado para tratar con amabilidad a los extraños, comencé incluso a sentir cierta incomodidad por haber maltratado a esas dos jóvenes mujeres que sólo trataban de transmitir algo que para ellas era de importancia vital. Sin embargo, hace seis meses, casi como al descuido, otra pareja de creyentes tocó el timbre como al descuido. Los despaché rápido, pero no les recordé aquél pacto. Creí que había sido una distracción. Tres meses luego, sucedió nuevamente. Al mes y medio volvieron a reincidir. Y a las tres semanas.

Ya se esfumó todo vestigio de arrepentimiento. O la congregación cambió de mapa y ha vuelto a figurar mi domicilio o los predicadores me toman de boludo. Y los veo muy metódicos como para perder los mapas.



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5 comentarios ↓

#1 Carolina on 03.05.08 at 7:53 am

Comparto totalmente tu opinión. Me molesta sobremanera que traten de evangelizarme a la fuerza, que no comprendan excusas tales como “estoy estudiando”, “estoy ocupada”, “estoy en una emergencia doméstica” o simplemente que sean impermeables a razonar con el evangelizando… Más de una vez traté de confrontar con ellos, justificando motivos, pero nada… Por eso, desde que se rompió el timbre no lo arreglé…

#2 Rataube on 03.06.08 at 2:30 pm

Los que van de dos en dos son los mormones. Aca te dejo un video muy chistoso sobre gente que los recibe aún más amablemente que vos:

http://es.youtube.com/watch?v=GiUwkws3NPk

#3 R on 03.11.08 at 1:47 am

Bueeeeno… “evangelizar a la fuerza”, lo que se dice a la “fuerza”, fue la evangelizacion de America, que no mezquino hoguera, tortura y destruccion. No podemos ni comparar la pareja brutal de la espada y la cruz españolas con estas parejitas que llaman amablemente a nuestra puerta.

Pero igual los mando a la mierda!

#4 Gra on 03.27.08 at 3:44 pm

Yo no logro que me dejen tranquila… Les dije que era comunista y por eso Dios venía a ser el Diablo para mí, pero están tratando de que deje mi pretendida ” fe comunista”……
Si mi marido no está con su amble charla, los echo con cajas destempladas. Yo se donde queda la Iglesia, J…

#5 Alan on 04.01.08 at 9:21 pm

Los vendedores ambulantes suelen ser un poco molestos, pero al menos procuro escuchar algo si el producto me interesa. Pero que me vengan a vender su religión, eso sí que no lo soporto. No sé si yo hubiera tenido tu paciencia.

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