Grasa era originalmente una calificación que cargaba con una determinación de clase: grasas eran los pobres, sus fealdades, su lenguaje, sus gustos. Eva Perón, en una operación discursiva que buscaba reemplazar por afecto el desprecio que llevaba consigo el calificativo, llamaba a sus descamisados “mis grasitas”, pero no por ello acortaba la distancia de clase que connotaba. Con el tiempo sus significados comenzaron a ampliarse: comenzó por ejemplo a incluir aquello que quedara escandalosamente fuera de los límites aceptados por la moda. Una persona vestida de manera extravagante es sofisticada o es grasa; que sea uno u otro depende del observador y, muchas veces, de la identidad de quien comete la extravagancia.
Poco a poco la calificación fue corriendo hacia esta novedad su ámbito de aplicación, y al mismo tiempo fue perdiendo su determinación de clase. Grasa pasó a ser, desde los tiempos de Serú Girán, el mal gusto, lo burdo, la chabacanería, el humor groseramente fácil y repetido, la exhibición orgullosa de estupidez. No son grasas la superficialidad ni la frivolidad: lo grasa es pretender que sean profundas.
Grasa también es el título de un libro que colecciona artículos periodísticos de Juan Becerra, publicados algunos de ellos en la revista Los Inrockuptibles. Al ser una colección de artículos pensados originalmente como piezas unitarias, no tienen entre sí una fuerte hilación, pero cada uno de ellos es una mirada ácida y perspicaz sobre el escenario omnipresente de la grasada nacional: desfilan por allí Roberto Giordano, Marcelo Tinelli, Alan Faena, Baby Etchecopar, los inefables teleperiodistas del fútbol, Jorge Bucay, Rodolfo Ledo, Gran Hermano…
Todos los personajes (y por ende todas las crónicas del libro), reconocen un único objeto de deseo, un único dios en cuyo altar todas las ofrendas son legítimas, un ángel de la guarda que provee todas las necesidades de la vida terrena: la fama. El culto a la personalidad y, si es posible, el culto a la propia personalidad, es proveedor de sentido y fin último de la búsqueda vital de los grasas. La fama no sólo legitima el chiste humillante de Tinelli: también justifica someterse a la humillación por parte de la víctima que recibe a cambio sus diez minutos de televisión. La fama es premio suficiente para que agraciadas niñas compitan públicamente por la bragueta de Robbie Williams: no lo hacen por amor, ni por deseo, ni siquiera por curiosidad o aburrimiento, sino porque saben que quien se meta en esas sábanas tendrá centímetros de prensa, fotos de tapa, y, lo más importante, minutos de tele. Quizás hasta sean invitadas a recluirse en la casa de Gran Hermano o -escala fundamental en sus carreras- a exhibirse por un sueño.
Tal es así que se puede poner en riesgo, incluso, la propia vida, a partir de sobrevalorar la cualidad de ser famoso. Roberto Giordano, quien ha publicitado por todos los medios posibles su devoción por Boca Juniors, al ser emboscado y apaleado por hinchas de River Plate a la salida de un clásico, no tuvo mejor idea que gritar “No me peguen, soy Giordano”, frase que él creía mantra protector y que se transformó inmediatamente en cruel chiste popular. El decía “soy Giordano” y decía luces de neón, pasarelas, modelos bellísimas, sofisticación, lujo, creyendo que sus agresores no podrían sino rendirse ante su mismo altar. Los hinchas de River, que le pegaban precisamente porque era Giordano, simplemente veían confirmada la identidad de su víctima y arremetían con más violencia.
En algunos artículos, como en los que habla de Bucay, Faena y “el Angel” Etchecopar, hay quizás un hilo conductor más evidente: la estupidez autorreferencial. Bucay con su discurso místico, barato y autorreferente. Faena, con su delirio de Nerón previo al incendio de Roma -construiste un hotel, Faena, no una nueva religión, bajá un cambio-, quien sufre la pequeña venganza del cronista al apagar su grabador antes de tiempo y mostrarse indiferente ante su divagaciones. Etchecopar, con su ¿humor? barato, agresivo, prefascista, y, cómo no, autorreferente. Presumo que hay distintos grados de grasa: el grasa que se ha perfeccionado construye un discurso circular, con él en el centro, cuyo contenido es incomprensible o idiota… y muchas veces los dos al mismo tiempo.
Lo que lleva a una paradoja: no se sabe si hay quienes han logrado hacerse famosos por decir estupideces o si es la fama que los habilita a decirlas con impunidad. Una especie de paradoja del huevo y la gallina aplicada a los grasas que han conseguido celebridad.
El libro también se hace espacio para incursionar en algunas costumbres legislativas, vinculadas al patriotismo acomplejado, a la mediocridad de algunos de nuestros representantes y a la fantasía reaccionaria de pensar que los símbolos son autónomos de los valores que deberían expresar (y peor: aún más importantes que ellos). La historia, al fin y al cabo, suele no enseñar nada (o los ciudadanos insistimos en no aprender, quién sabe), y siempre existe la tentación de construir una estética de Alemania del Tercer Reich. El artículo habla sobre la pretensión de una legisladora que de aprobarse hubiera obligado a mostrar la bandera argentina durante un lapso mínimo en todas las producciones cinematográficas nacionales, medida que quizás fuera bienvenida por Rodolfo Ledo, quien también se ha hecho digno merecedor de un artículo en Grasa.
Un párrafo especial merece el artículo-ensayo dedicado a Marcelo Tinelli, en el que Becerra hace una lúcida descripción del estilo Tinelli, de la evolución (?) de Videomatch, de sus producciones más ambiciosas, del humor fascista que siempre se mantiene a pesar de los cambios y de la farsa caritativa de bailando/patinando/pelando por un sueño.
El macrismo, los especialistas de los noticieros televisivos, los periodistas de fútbol encabezados por el ubicuo y sinuoso Fernando Niembro, las grupies, la fugaz estrella de Madonna Quiroz y su abogado el ecológico ex juez Llermanos, los refinados mercaderes de arte como Zaldívar -a quien horroriza la idea de que el arte pueda reflejar la sociedad, recuerda aquella viñeta de Mafalda donde el magnate pretende que la pobreza no es pobre sino pintoresca-, tienen su lugar en esta variada galería que Becerra nos presenta en sus relatos.
Grasa, retratos de la vulgaridad argentina: huelga decir que lo recomiendo vivamente para acompañar la heladerita y la sombrilla cuando nos acerquemos a la playa o a la pelopincho.
Obligar a mostrar la bandera en una pelicula me parece mal. Si se quiere promocionar internacionalmente la idea del cine argentino, se podria descontarle algún impuesto al que ponga la bandera asi no se obliga a nadie.
Lo escribiste vos? (al artículo, claro, no al libro)
Si es así, brillante redacción.
Ni una oración de más.