El sábado, junto con algunos centenares de miles de televidentes, fui testigo de un hecho asombroso, de una demostración palmaria de la influencia enorme e inmediata de los medios sobre la realidad, o mejor dicho, de la forma instantánea en que los medios moldean la realidad sin medir muchas veces las consecuencias.
El partido Nueva Chicago - River pudo haber terminado en tragedia. Quien haya estado alguna vez en un estadio en el momento en que su equipo se jugaba el descenso sabe que son momentos donde la sensibilidad está a flor de piel y que es difícil en esas circunstancias predecir las reacciones de la muchedumbre.
Quizás todos sepan qué sucedió en ese estadio de Mataderos el último sábado: Nueva Chicago, cercado por la amenaza del descenso, jugaba contra River. Faltando segundos para terminar el partido que ganaba 2 a 1, se produce un foul en los límites del área de Nueva Chicago; el árbitro del partido considera en un principio que la falta fue cometida fuera de ella pero luego de consultar a su juez de línea, en mejor ubicación para apreciar el incidente, modifica su fallo y otorga un tiro penal a favor de River.
Hasta allí, todo normal, incluyendo la angustia de la parcialidad local. Lo curioso surge luego cuando repiten por única vez la jugada en la tele. Las imágenes no son muy claras, la jugada es confusa y la falta quizás haya sido afuera del área. También, quizás, haya sido adentro. Pero el comentarista de la tele tiene la pésima idea de afirmar que “fue claramente afuera del área”. El movilero cuyo puesto de trabajo lo ubica cerca del banco de suplentes tuvo la incalificable ocurrencia de repetir en voz alta la sentencia irresponsable de Fabbri, tal el apellido del comentarista, y desató una crisis que terminó media hora más tarde.
En esa media hora, la categórica afirmación televisiva, transformada inmediatamente en verdad irrefutable y exagerada en sus términos, se había amalgamado con esa sensación de privilegio (justa o no) que acompaña a los grandes cuando enfrentan a los chicos o quizás que acompleja a los chicos cuando enfrentan a los grandes, y todo Mataderos se había convencido de que el penal en su contra coronaba no ya un accidente del juego sino una conspiración maléfica contra su club. La señal del juez de línea corrigiendo al árbitro pasó de ser una circunstancia normal -aunque desdichada para esa parcialidad- a la prueba evidente de la saña persecutoria de los rivales, la AFA, el arbitraje, las Naciones Unidas y el sionismo internacional contra los colores de la camiseta.
El escenario se completó con ruegos, pedidos y amenazas de futbolistas y miembros del cuerpo técnico hacia la terna arbitral y los jugadores rivales, llamadas de emergencia a la propia Asociación del Fútbol Argentino, una parcialidad desbordada que se creía agredida por fuerzas poderosas; y culminó con un penal que debió ejecutarse dos veces, los jugadores rivales huyendo del estadio, y un número significativo de aficionados presos e incidentes menores. Dentro de lo posible, no sucedió nada. La hipótesis de una tragedia, sin embargo, no es aventurada y en mi pobre opinión se estuvo gravemente cerca de ella.
Sólo por un comentario desafortunado e irresponsable de un periodista ídem de un medio que ya no refleja la realidad sino que la produce como reflejo de su propia insensatez.
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