La gripe había sido como una explosión atómica.
Nadie sabía con precisión dónde se había producido la chispa. Quizás en algún lugar del Cercano Oriente, donde las noticias de resfríos fatales se sucedían desde años antes del estallido. Quizás en algún lugar del norte de Ã?frica, o en Europa. Se presumía que no había sido lejos de las costas del Mediterráneo. Lo que sí se sabía era que en cuanto ese virus mutante contagió por primera vez, la onda expansiva alcanzó las antípodas del planeta sin que hubiera frontera capaz de detenerla.
Durante las primeras horas los noticieros se dedicaron a reportar la aparición de casos fatales en distintas ciudades europeas. El segundo día comenzó con el primer enfermo detectado en Estados Unidos, al mediodía murió un hombre en San Pablo con todos los síntomas de la gripe y a la noche se cerraron las fronteras de lugares tan distantes como Japón o Argentina. El tercer día colapsaron los servicios sanitarios en todo el mundo: la gente corría al hospital al primer estornudo y el contacto con la muchedumbre que pugnaba por un lugar en las salas de espera provocaba, de manera inevitable, el contagio fatal. El cuarto día el pánico fue aprovechado por las sectas milenaristas que hablaban del fin del mundo, de Sodoma y Gomorra, de apocalipsis. Algunos noticieros tuvieron que reemplazar a sus periodistas más conocidos, repentinamente. El quinto día los predicadores electrónicos se multiplicaron y ocuparon más pantalla que los noticieros, procurando desalentar la concurrencia de los fieles al templo y la consecuente aglomeración de personas esparciendo el virus. El sexto día comenzaron los incendios, espontáneos y caóticos al principio, provocados y controlados después cuando los pocos sanos repararon en su poder aséptico. El séptimo día desaparecieron los noticieros, enmudeció la televisión y casi todas las emisoras de radio, y luego de esa transición fugaz y arrasadora comenzó la era de la gripe.
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