“Las fiestitas infantiles son la expresión más acabada del capitalismo salvaje”, decretó un amigo mientras se abalanzaba sobre unas papafritas. Por supuesto, estábamos en la tradicional mesa “de los grandes” de un cumpleaños infantil mientras a pocos pasos el animador se ganaba esforzadamente unos dineros con distintas habilidades circenses.
Qué lo tiró, pensará más de uno, ¿no será mucho? Es probable. Sucede que el amigo en cuestión es escritor y su profesión le impone el mandato de ser original. Como casi todos los rasgos profesionales, se ha extendido sobre su carácter como una mancha de aceite y luego de varios años de darle al teclado, ahora siente que debe ser original siempre. No podía decir “qué lindas las fiestitas infantiles”. Tampoco “las fiestitas infantiles me aburren a morir”. No, él tenía que decir algo así como “las fiestitas infantiles son la expresión más acabada del capitalismo salvaje”
Entre las papafritas y los sánguches de miga, le pedimos que ampliara: “Es la venta de la felicidad envasada. Siempre el mismo formato, los mismos juegos, la misma comida: una especie de felicidad estandarizada e industrializada”.
Ignoro si el tema dio para mucho más, se acercaba la hora del partido San Lorenzo - Estudiantes y debí partir. Sin embargo la frase siguió rebotando entre mis parietales. Descarté las objeciones más obvias: supongo que lo del capitalismo salvaje fue un lapsus y en realidad se refería la sociedad de consumo (no son sinónimos). La crítica de Juan (llamemoslo así al amigo escritor) a las fiestas infantiles, en ese caso, iba más por el lado de denunciar un eslabón más en la cadena que nos convierte en consumidores antes que en ciudadanos, padres, familia, etc. etc. ¿Será cierto?, pensé, ¿es el mercado el que nos impone el formato de este tipo de rituales, deshumanizando nuestras relaciones más íntimas, más familiares?
La verdad es que no recuerdo que alguna vez haya sido distinto: cuando yo era niño, las casas de fiestas infantiles existían pero su uso era más bien extraordinario; aún así, las características de las fiestas seguían un formato común que variaba levemente de acuerdo a la edad, a la billetera familiar y a escasas innovaciones que en caso de éxito se incorporaban de inmediato al formato básico.
No creo que sea el mercado el que imponga un estándar en estos rituales domésticos, más bien somos los individuos los que necesitamos crear tradiciones que nos resuelvan algunos hitos familiares y del calendario sin necesidad de inventar. No sólo porque, en mi caso, la sola contemplación de la actividad frenética del animador tratando de conducir la también frenética actividad de los infantes me agota y me abruma. No sólo porque sería incapaz de mantener entusiasmada a una jauría de niños por más de diez minutos. Sobre todo porque no es posible ser creativos cada vez que nos toca organizar una celebración sin arriesgar a cosechar más fracasos y decepciones que éxitos.
Lo cierto es que no veo en esta necesidad una consecuencia de la sociedad de consumo y mucho menos del capitalismo salvaje. Las experiencias colectivistas estandarizaban aún más sus ritos sociales: probablemente no contrataban ni el animador ni la casita de fiestas ni el catering con papas fritas incluídas, pero en cuanto a repetir formatos quizás fueran más exigentes que las leyes del mercado. Conozco algunos personajes que intentan sorprender en todos y cada uno de sus festejos. A todos ellos les sobra el dinero: la originalidad y/o el tiempo que demanda ser originales sale mucha plata.
Al fin y al cabo, la felicidad envasada quizás resulte ser más igualitaria y accesible que la felicidad a medida. No será lo mismo, no importa: si existe refugio lejos del pelotero, si el animador distrae a los niños con eficacia, si en ese refugio hay además bebida, comida y amigos; cuenten conmigo. Inviten a Juan para cualquier invento que no parta de estas condiciones mínimas.
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