David miró por enésima vez su reloj y resopló fastidiado. “Ya voy, má, te dije que ya voy”, rezongó mientras intentaba cargar algunas canciones en su reproductor de audio.
No había caso, revisó toda su colección en vano. “Este track ha sido reproducido en diez ocasiones. Límite de reproducción alcanzado. Haga click en http://www.zony.com/play_again.html para habilitar nuevas reproducciones”.
Finalmente, decidió probar el disco que le había prestado Cristian, su compañero de secundaria. “¿En serio?, mirá que es el último de Los Orbitales, te voy a acabar con todos los tracks”, le señaló sorprendido. “Mirá que sos tierno”, le había contestado Cristian, “este disco está limpio, con mi primo le sacamos el contador”.
David escuchaba todo el tiempo que esas cosas eran posibles, pero nunca se había animado a probar. La imagen de los policias descolgándose del cielo para atrapar al delincuente que traficaba tracks reciclados se repetía todo el tiempo por la tele como para no atemorizarse. Pero Cristian le aseguró que él lo hacía siempre y que nunca había pasado nada, y entonces se decidió.
En cuanto David autorizó la carga de los tracks, su reproductor de audio envió una señal al ciberespacio. A ocho mil kilómetros de allí se inició una busqueda automática en una base de datos que recuperó todos los datos del reproductor de David: a nombre de quién estaba registrado, cuándo se había comprado, qué tracks había reproducido a lo largo de su historia, cuántas veces se había saltado la protección de copyright. Al mismo tiempo se reenvió la información al Departamento de Policía con jurisdicción en el domicilio de David y se publicó el dato (uno más de millones) en una web corporativa. Era la primer falta cometida con ese reproductor de audio, de manera que nadie esperaba que sucediera nada.
David atravesó la cocina sin detenerse mientras intentaba engullir algo del desayuno. Iba tarde, malhumorado por la caducidad de casi todos sus tracks, y derecho a una segura pelea con Alicia, su novia reciente. Ya en la calle ajustó el volumen de la música que salía por los auriculares y se dirigió al subte. Minutos más tarde, luego de pasar la tarjeta magnética por la puertas automáticas del subte, levantó la vista y se sorprendió al encontrarse con los ojos de Alicia. Luego de saludarse con cierta incomodidad, se alejaron unos pasos del río de gente que transitaba el andén y retomaron la discusión repetida tantas veces en los últimos dos días: Alicia quería cortar, pero no estaba segura; David quería seguir pero dudaba. Conflicto habitual y adolescente.
Cuando el tren arrancó y los jóvenes permanecieron al costado del andén, sus nombres aparecieron en un monitor de seguridad de la guardia de la estación: abonar el viaje y no subir al tren era considerada una conducta sospechosa, típica de carteristas y de vagos. Cuando las puertas del tren no registraban el ascenso de un pasajero, un bip sonaba en la guardia y un nombre se escribía en la pantalla. El agente miró sin muchas ganas los monitores y descubrió a la parejita concentrada en su discusión. “Chicos…”, se dijo, y volvió a subir el volumen de la radio de deportes.
Mientras las noticias de fútbol volvían a inundar el pequeño cubículo, Doña Rosa, a varios kilómetros de allí, escudriñaba la pantalla de su computadora. Era su pasatiempo favorito: ya tenía dos diplomas de la Policía por facilitar sendos arrestos con sus denuncias e iba por el tercero, que tenía ribetes dorados y se entregaba con ceremonia incluída en la propia Jefatura. El navegador siempre estaba fijo en las cámaras de subte, Doña Rosa iba maximizando una y cerrando otras, marcando las que por algún motivo le interesaban para seguirlas más atentamente. Encontró a la parejita un segundo antes de que a David se le ocurriera tomar a Alicia por los hombros e intentara besarla, impulso que ella rechazó, enojada, de un empujón.
Doña Rosa rescató la escena y la envió a la Policía mediante un formulario sencillo que el sitio web proveía para ello. “Abuso sexual o intento de” marcó en “Describa la conducta sospechosa”, y presionó enviar.
El segundo oficial a cargo intentó discutir la orden. “¿Está seguro, Jefe? Es una parejita de pibes, no me parece que suceda nada…”. El Jefe tomó el micrófono y ordenó “procedan”, no sin antes dedicar una mueca a su subordinado. “¿Cuánto hace que estás acá? No puedo creer que no aprendas nada”, le regañó, y con una nueva mueca le indicó el televisor que colgaba de una pared.
Cuando Doña Rosa apretó Enviar, la secuencia de imágenes, además de llegar a la Comisaría, recaló en varios servicios informativos. La falta de noticias emocionantes durante toda la mañana inspiró a un productor quien en un par de clicks revisó los antecedentes de David y mandó la grabación al aire. “Violencia y abuso en la estación de subte”, decían los títulos sobreimpresos en la pantalla. “Pertenecería a la mafia de la piratería”, agregaba. “Valiente anciana denuncia abuso”, concluía.
“Están transmitiendo en directo desde la estación, no me importa qué es lo que pasa, lo que sí sé es que si no hay policía en un minuto quedamos como inútiles ante el mundo, una vez más”, insistió el Jefe. En ese momento, la fantasía de los uniformados descolgándose desde el techo se convirtió en impactante realidad para David.
“Qué fantasía más pelotuda”, pensó Juan mientras cerraba la tapa de su nueva laptop. “Ya no saben qué inventar, como si fuera posible…” se dijo mientras acariciaba orgulloso y confiado el holograma de Trusted Computing.