Hace algún tiempo comenté que había dedicado parte de las vacaciones estivales a releer viejos clásicos que me fascinaron de adolescente y que casi había olvidado. Entonces manifesté mi admiración por Crónicas Marcianas, de Ray Bradbury, y omití mencionar una leve decepción por la trilogía Fundación, de Isaac Asimov, que en mi recuerdo era mucho más interesante que en esta nueva lectura.
Sin embargo, no pocas cuestiones planteadas en el primer libro de la saga -a mi juicio, el mejor de los tres- siguieron resonando entre mis orejas como una fábula exacta de las consecuencias políticas y económicas del uso de tecnologías propietarias y sus herederos naturales, los sistemas de Gestión Digital de Derechos (o Restricciones, como prefieras llamarlos), DRM por sus iniciales en inglés.
En la historia que cuenta Asimov, el Imperio Galáctico se está derrumbando y su decadencia se siente con más fuerza en los confines de la Galaxia, donde se encuentra un pequeño planeta, Terminus, en el que Hari Seldon y sus discípulos han establecido una colonia científica destinada a construir una enciclopedia que albergue todo el conocimiento desarrollado por la humanidad a fin de preservarlo de la era de oscurantismo medieval que se avecina.
Como es de esperar, a medida que el Imperio se desmorona, distintas regiones van adquiriendo autonomía e imponiendo nuevos sistemas políticos y autoridades que reemplazan al debilitado poder imperial. Mientras esto sucede, la Fundación se ve amenazada por sus propios vecinos, que la perciben indefensa y, al mismo tiempo, como una presa codiciada debido a su dominio de la tecnología nuclear. Durante algunas décadas, el equilibrio de fuerzas entre distintos reinos vecinos impide un ataque directo, tiempo que es aprovechado por Salvor Hardin, el alcalde de Terminus, para exportar tecnología a todos los sistemas cercanos.
Y aquí el relato de Asimov comienza a ponerse interesante: Salvor Hardin no vende conocimiento sino apenas lo que algún gerente de marketing llamaría “soluciones tecnológicas”, y lo lleva a un extremo místico. Esto es, cuando se construye, repara o mantiene un reactor nuclear que provee energía a una población, no hay científicos haciéndolo sino sacerdotes, no hay ningún tipo de difusión del conocimiento necesario para que ese reactor funcione sino magia y religión alrededor de los procesos que involucra el uso de esa tecnología. Al poco tiempo, todos los recursos estratégicos de las naciones vecinas están controlados por el proveedor de tecnología, es decir, Salvor Hardin y su ejército de científicos-sacerdotes.
Reconocer alguna similitud entre la fábula de Asimov y el software propietario no es muy original de mi parte, de hecho me lo sugirió un comentario de Enrique Chaparro previo a estas lecturas de verano. En efecto, la mayor parte del software que circula en el mundo se distribuye como “cajas negras”, como programas que “hacen cosas” sin acceso posible al “cómo lo hacen”. Al almacenar o intercambiar información en formatos también secretos, el uso de estos programas genera una fuerte dependencia a un único proveedor (porque cambiar de programa puede significar pérdida de información), y una tendencia al monopolio, porque por lógica, para leer el documento que me envía un amigo, estoy obligado a usar el mismo programa que él utilizó para escribirlo.
Pero no termina aquí la fábula de Asimov ni su inquietante parecido con los rumbos que toma hoy el comercio de tecnología. Resulta que uno de estos reinos bárbaros decide aprovechar los usos bélicos de la tecnología nuclear para apoderarse finalmente del planeta Terminus. En el momento en que se da la orden de ataque, su propio territorio queda a oscuras, sin comunicaciones, sin hospitales, sin transporte, sin calefacción. Y la nave insignia que comandaba las acciones bélicas, comienza a flotar náufraga en el espacio, interrumpida toda fuente de energía.
Es que en la caja negra de la tecnología, los hombres astutos de la Fundación habían puesto algunas cosas más que las que especificaban los contratos… tal y como suele hacerse con el software propietario y más recientemente con la industria de contenidos (aprovechando, desde ya, muchos de los caminos abiertos por los proveedores de software). Gestión Digital de Derechos significa sistemas de control ajenos al usuario y casi siempre ocultos. No es un concepto nuevo, aunque el nombre sí lo sea: ya desde principios de los noventa algunos programas dejaban “puertas traseras” accesibles por el programador pero desconocidas para los usuarios. Actualmente, por utilizar un disco compacto de audio en la computadora pueden instalarse programas con privilegios de administración que comunican cuántas veces lo reproducís, impiden extraer las pistas de audio y colectan información acerca de los sitios de internet que visitás, entre otras maravillas del fin de la privacidad.
El objetivo inmediato es implementar controles a gran escala, una iniciativa que la industria ha denominado “Trusted Computing”, o “computación confiable”, que consiste, sencillamente, en ceder el control de tu propia computadora y la información que contiene a los proveedores de software y la industria de contenidos.
Los DRM no son otra cosa que dispositivos tecnológicos para avasallar tu privacidad, controlar tus actividades y limitar tu uso de la tecnología. En este camino, en poco tiempo más, no será una sorpresa que cuando quieras echar una segunda lectura a ese libro electrónico que tanto te gustó o quieras hacer una copia de tus discos, la pantalla de tu computadora muera sin siquiera un suspiro, como la nave que apuntaba sus cañones al objetivo equivocado.
Nota marginal: la resistencia a los DRMs ha rebautizado esta sigla como “Gestión Digital de Restricciones”, porque las limitaciones y controles que impone excede las previsiones legales; aunque comparto estas razones prefiero seguir utilizando la denominación de sus creadores: “Gestión Digital de Derechos”. La razón es que el nombre en sí mismo me parece una fuerte denuncia: estamos entrando en una época en que los derechos ya no se gestionan por disposiciones legales sino por medios tecnológicos, como intenté argumentar en este post.
Estoy leyendo material sobre DRM. La comparación con la relatada por Asimov me parece muy acertada y muy didáctica.
Estoy viendo iniciativas de acciones conjuntas para revertir o atenuar la propagación de DRM.
Pienso que debería apuntar a modificar el actual concepto jurídico de propiedad intelectual por algo más moderno.
Conozco el poder económico que funda la propiedad intelectual en la legislación de todos los paises. Pero también existió unanimidad cuando estuvo plasmado en legislaciones la esclavitud y no por eso se evitó la lucha por su derogación. Podrá decirse que esa lucha llevó mucho tiempo y vidas humanas pero la defensa de la libertad de comunicación no necesariamente tendrá esos mismos “tiempos” y su valor será tan trascendente como aquella.
Ninguna persona cuando se le exponen sistematizadamente los avances tecnológicos de los últimos 20 años en lo relacionado a la reproducción de obras originales piensa que puede mantenerse incólume los derechos conocidos como “de autor”. El costo de esa defensa significa, como los señalan todas las campañas anti recordadas, avances inadmisible contra la privacidad y la libertad e comunicación y acceso a la cultura de miles de millones de personas.
La cuestión es el equilibrio entre el derecho de autor y ese derecho referido a la gente. Sabemos que el fiel no pueden ser las empresas que editan esos derechos que son parásitos de uno y de otros.
¿Tendrá el Estado que gartificar en forma fija y periódico a los autores? Liberando de ese modo el acceso al resto de las personas ¿Con qué fondos? ¿Cómo se eligirá al autor a subsidiar estatlamente? ¿Existirán los Estados en el futuro para garantizar esos pagos y la recaudación?
Cómo será el concepto moderno de derechos de autor es el debate que debemos dar.
Decir que no tienen derecho los editores sin diseñar una forma resarcitoria para el autor me parece nos lleva a un callejón sin salida.
No queiro extenderme en demasía. Quedan muchas alternativas por esbozar en cuanto a la forma de resarcir al autor. Te dejo estas ideas.
Cordialmente. Enri
Gracias por los comentarios, Enri. Efectivamente, hay que buscar esos equilibrios más que buscar la extensión de penalizaciones.