Aún en estos tiempos de democratización sexual, de igualdad de género, de guerra a la discriminación en la que lo políticamente correcto alisa la superficie de los discursos como una llana de albañil, seguimos rodeados por espacios cuya determinación sexual es tan evidente como extrañamente invisible a los ojos progresistas de la moda.
Algunos de ellos son más fáciles de distinguir como, quizás, de justificar: las fuerzas armadas, por ejemplo. Que parte sustancial de la renovación de media vida de la Fragata Libertad haya sido para modificar baños y camarotes a fin de albergar a las nuevas guardiamarinas mujeres no quita, ni siquiera disminuye, la impronta masculina y machista de la tradición naval.
Pero hay otros espacios donde la discriminación no sólo contraría el discurso igualitario sino que lo desafía abiertamente. Por ejemplo un hospital, una clínica, un centro de salud.
En estos días, por problemas familiares felizmente resueltos, he tenido que vivir gran parte del día en una clínica. Los templos de la salud, en su experiencia diurna, parecen ser regidos por los hombres. Aún cuando al día de hoy hay tantas médicas como médicos, el imaginario popular sitúa al varón un peldaño por encima de la mujer. Es una profesión masculina, y si no, piensen cuántas veces han escuchado a una mujer sostener las ventajas del ginecólogo varón frente a su colega versión femenina. Y lo cierto es que esas supuestas ventajas se agotan en su condición masculina, no en su pericia profesional.
Sin embargo, y esto lo sabe cualquiera que haya tenido que pasar como paciente o como acompañante más de un día en uno de estos establecimientos sabe que son lugares regidos por mujeres y determinados por una lógica femenina tan implacable como discriminatoria. No debería sorprender: la enfermería y las tareas de limpieza y mayordomía son tareas desempeñadas en su mayor parte, por mujeres, y son quienes están más en contacto con los pacientes; sin embargo esto explica sólo en parte el feminismo exacerbado que impregna los pasillos azulejados. La otra parte es que todos esperamos que sean mujeres las que velen el sueño de los convalecientes, y en esa arbitrariedad hoy absurda depositamos nuestra confianza y expectativas.
Esta lógica se exacerba si el lugar se especializa en el cuidado y atención de niños: ya no se trata de mujeres, se trata de madres, y cualquier intento de señalar discriminación se comprende como falta de sensibilidad ante la pureza y santidad de las descendientes de María.
No te extrañes si te impiden pasar la noche custodiando el sueño de tu hijo: no si eres el padre. Te dirán que sólo la madre, y que si ella no puede es preferible la abuela, una tía, quizás una amiga, cualquier mujer será mejor guardián de la salud de un hijo que su propio padre. Te lo dirán sin una mínima reflexión acerca de la estupidez que están diciendo, y lo peor es que eso te lo dirán otros varones, quizás también padres. El sereno de la clínica, en mi caso.
Las madres no trabajan al día siguiente, y si no pueden impedirlo, pues no dormirán. No están de viaje cuando su hijo se enferma. Pero sobre todo, una MADRE (con mayúsculas) jamás consensuará con el padre de sus hijos la posibilidad de turnarse en el cuidado de ellos cuando una institución de salud cobija su descanso y recuperación. Si comete esa herejía su esposo será expulsado del templo y ella señalada como pecadora impenitente.
Si te acompaña una obra social de prestigio quizás te dejen quedarte, aún así no escaparás del reto y deberás prometer que durante la noche no asomarás la nariz por la puerta de la habitación. Un hospital de niños, durante la noche, es un templo consagrado y los varones sólo pueden transitarlo si sirven a su santidad la matrona consagrada o si cumplen la doble condición de ser niños y pacientes. Adultos mayores que no cumplan funciones en ese ámbito, abstenerse.
1 comentario hasta ahora ↓
Interesante expresion
“lo políticamente correcto alisa la superficie de los discursos como una llana de albañil”
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