Cuando yo era niño, mi abuelo pasaba las tardes de domingo sentado inmóvil, en apariencia dormido, mientras sujetaba sobre su barriga una pequeña radio portátil que transmitía los avatares futboleros de su querido San Lorenzo de Almagro.
Apenas si hacía un gesto de satisfacción cuando los de Boedo encontraban el arco rival; los goles del contrario, en cambio, rara vez los escuchaba porque ante cada jugada de riesgo para los azulgranas, giraba unos milímetros la perilla del dial y por un rato perdía la sintonía con la esperanza de que el rival de turno perdiera a su vez la pelota.
Tiempo después comenzó a ser más habitual la transmisión televisiva de los partidos de fútbol. Cuando le tocaba a San Lorenzo o a la Selección Nacional, el abuelo adoptó la rutina de combinar la radio y la tele: es que muchas veces los partidos carecían del vértigo que solía imprimirle el relato radial, entonces se silenciaba la pantalla y los partidos se hacían más interesantes con la habilidad del relator que ha desarrollado su arte sin el apoyo de una imagen, y que, por ende, no ha podido ahorrar las mil palabras del refrán.
A veces no había sincronía entre la radio y la tele: el relator gritaba un gol cuando la pelota, en la tele, aún no había salido disparada hacia el arco. A veces se veía a la pelota enredarse en las redes cuando el relator todavía estaba dilucidando quién patearía el córner.
Hasta hace poco el fútbol se disfrutaba, a la distancia, en esas modalidades: radio sola, tele sola, sonido de la radio más imagen de la tele. Faltaba algo, y como no podía ser de otra manera en el país donde se inventó la birome y el dulce de leche, algún genio desarrolló la radio por TV.
Sucede que muchos partidos que se emiten por la tele son codificados: si el aficionado no paga un adicional, sólo verá una imagen borrosa en su pantalla. Puede haber más cámaras en el estadio, pero el contrato de exclusividad prohibe emitir imágenes del campo de juego mientras se desarrolla el partido. Entonces en el canal vecino han contratado un relator de radio y un par de periodistas, y unas pocas cámaras que enfocan los rostros atribulados o eufóricos de los aficionados.
La primera vez que uno se topa con el programa, piensa que estarán transmitiendo el partido y que por un momento la cámara ha quedado detenida en la tribuna para amenizar un bache futbolístico de los que abundan. Pero cuando pasan cinco o diez minutos, y el protagonista de la imagen sigue siendo el gordo que alternativamente grita de alegría, se lleva las manos a la cabeza, insulta al árbitro y a un jugador contrario, comenta las alternativas con el vecino y vuelve a proferir alguna exclamación sofocada por la voz del relator que describe las circunstancias del juego, uno comienza a darse cuenta de los cojones que ha tenido el gerente de programación para inventar semejante bodrio.
Y acto seguido se da cuenta por qué el gerente de programación no es uno, cuando ve que en otro canal han copiado la idea y que algunos de los periodistas más cotizados acompañan alegremente el bochorno, dando prueba fehaciente de que el invento ha sido bendecido por el rating.