El gomero

La historia fue más o menos asÍ: Juan hacía varios meses que no volvía a su pueblo.

Un buen día arma el bolsito, se arrima a la Terminal y saca un pasaje en el único colectivo que había ese día, un “parando en todas” que llegaba bien avanzada la noche.

Cuando llega al pueblo se acerca a la parada del micro local que lo acercaba a su casa y se sorprende por la población que rodeaba esa esquina: un conjunto pintoresco de travestis que no veía con muy buenos ojos que extraños viajeros ocuparan su calle.

Juan se dispuso a esperar mientras las chicas le insinuaban, amenazantes, que se alejara. Fastidiado, cuenta que en un momento se da vuelta, y reconoce, atónito, al gomero de su barrio.

Hay que escucharlo cuando lo cuenta. “¡Julio Soto!” dice con la misma sorpresa que entonces, “me quedé sin aire. Tenía la misma cara de maceta que siempre y una peluca platinada hasta los hombros. Se dio vuelta para irse, no sé si me habrá reconocido, y tenía los vaqueros recortados con los cachetes al aire”.

“¡Julio Soto!”, repite aún sin aire, “más ancho que alto, se le notaba la barba detrás del maquillaje. Mirá que uno ha visto cosas raras, pero ninguna más rara que Julio Soto, el gomero de mi barrio, de travesti…”

Y uno lo mira al pobre Juan, que varios años después aún no se ha repuesto de la sorpresa, y se imagina que debe haber sido raro en serio, el Julio Soto en un viaje sin escalas de los parches vulcanizados a la peluca rubia.



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