Qué extraña es la ciudad en silencio, qué desolada y ancha resulta la avenida desierta, qué color tan oscuro tiene mi sangre. Hasta la pendiente que baja hacia la playa parece más pronunciada a medida que el sol comienza a levantarse.
Es curioso. Los pocos días que llevo en este lugar han estado signados por el bullicio continuo, el movimiento incesante de la muchedumbre y el tráfico, ese tráfico fastidioso a que obligan las calles repletas.
A mí no me molesta, todo lo contrario, cuando eso sucede pienso que no está tan mal andar a pie. Como si los embotellamientos fueran mis revanchas privadas contra los dueños de tantos automóviles lujosos.
En realidad estuve deseando venganzas desde que el chofer del autobús arrojó con calculado descuido mi mochila al piso mugriento de la estación y me miró desafiante. En aquél momento no le presté atención, pero fue entonces cuando me di cuenta de que tenía a la ciudad en mi contra.
Todo el tiempo intenté hacer como si mis enemigos no existieran. Pero lo cierto es que, a pesar de querer ignorarlos, el clima hostil amenazó con arruinar mis vacaciones.
No se me había ocurrido que una noche afortunada podía enmendar el fracaso seguro del verano. Menos aún que sucediera cuando me había rendido ante la evidencia y decidido a volver a casa. Fui al Casino gracias a esa determinación; el ahorro que significaba acortar mis vacaciones me permitió hacerlo.
Apenas traspasé la puerta me alcanzó la sensación de rechazo a la que ya me estaba acostumbrando. El portero, al ver mi ropa, hizo un gesto interrogante hacia una esquina oscura de la barra mas no tuvo otro remedio que dejarme pasar.
Comencé a apostar en una mesa alejada. Tenía las fichas más pequeñas y una noción vaga del juego, todavía me sorprende la forma en que empecé a ganar bola tras bola. Cuando otras personas se acercaron para seguir mis apuestas logré olvidar, por un momento, el recelo que me acompañaba.
Perdí la cuenta de mis fichas, embriagado por los aciertos que se sucedieron incansables. Luego me retiré con algo de efectivo en el bolsillo y un cheque personal guardado en la caja fuerte del Casino.
Entonces tuve un estremecimiento de frío que se repite ahora, a cada rato. Fue al salir a la calle, donde de cara a la brisa marina empiné una lata de cerveza helada y la bebí de un trago. La noche era cálida, tal vez aquellos escalofríos hayan sido parte de la emoción.
Caminé bordeando la playa, finalmente entré a un bar donde un grupo de músicos interpretaba canciones de moda. No la vi al principio, su belleza indecente estaba siempre rodeada por la ilusión de otros. Precedido por la euforia que traía desde la mesa de ruleta no dudé ni por un instante que sería capaz de seducirla.
Y así sucedió. Lo más difícil fue superar el vértigo de su mirada. Cuando pasé ese trance sólo quedó por delante encontrar la oportunidad para alejarnos del ruido.
Ahora me parece curioso el recuerdo. Casi no hablamos, creo que la besé antes de saber su nombre. Primero fue un diálogo de miradas y luego de caricias furtivas; después, sólo fue necesario salir al mismo tiempo del bar.
Cuando en la puerta un hombre la tomó de un brazo y la apartó, no me sentí con autoridad para intervenir. Esperé. Desde donde estaba los veía discutir pero no podía escuchar sus palabras. Luego él subió a una moto y se fue.
Entonces ella se acercó nuevamente, temblando. La abracé y comenzamos a andar. Llegamos a la playa, allí nos escondimos en la sombra del muro que rodea la calle costanera.
Esperaba la humedad perfecta de sus labios pero la oscuridad tibia de su piel me sorprendió. Creo que ella se sentía igual que yo, sus manos temblaban débilmente al viajar por mi cuerpo, sus ojos se entrecerraban sutiles cuando acompañaban gemidos. El bordó obsceno de sus pezones me maravilló, ahora pienso que quizás aquel color se debiera a la penumbra. El paso de la gente y de los autos así como el rumor de las olas se fueron apagando a medida que su corazón golpeaba más fuerte y más rápido en mi pecho y sus piernas presionaban más violentamente las mías. De pronto nuestro latido se extinguió en un suspiro prolongado y la calma recuperó, poco a poco, los sonidos del mar y de la calle.
No sé cuánto tiempo permanecimos tirados en la arena pero recuerdo que el cielo ya no era tan negro cuando subimos hasta la calle. La acompañé hasta su hotel, prometimos vernos nuevamente. Emprendí el regreso hacia el camping aún deslumbrado por su sensualidad infinita, en el camino compré una cerveza fría en el único almacén que encontré abierto.
Comencé a remontar la cuesta de la avenida y vi venir la moto. En cuanto el conductor pudo distinguirme claramente, apuntó hacia mí y aceleró. Entonces escondí la botella tras mi cuerpo. Cuando estuvo a un paso de distancia levanté la mano y pegué con toda mi fuerza.
En el instante en que la botella se abatió sobre su cabeza alcancé a ver su rostro sorprendido y, al mismo tiempo, un resplandor imprevisto en su mano. Creo que levité algunos segundos, apenas a dos o tres centímetros del piso, mientras la moto pasaba a mi lado en cámara lenta anticipando su caída desordenada.
Entonces me desparramé en el suelo hasta alcanzar esta postura en la que respirar no duele tanto. La moto detuvo su caída allá lejos donde el asfalto se junta con la arena, la rueda trasera todavía se mueve inútil en el aire. Su jinete, un poco más cerca, permanece inmóvil en una posición extravagante; habrá creído, como yo, que la sorpresa del rival sería perfecta. Quizás su último recuerdo haya sido mi mirada atónita frente al pase de magia que colocó el puñal en su mano, la misma expresión que él mostró un momento antes de estallar la botella sobre su cabeza indefensa.
La ciudad está desierta, sólo se escucha, porfiado, el zumbido de la moto, mientras veo mi sangre que resbala y se aleja hacia la playa.