La primera vez que aterricé en Paris fue en enero del 98 y el frío asustaba tanto como el idioma. Iba al encuentro anual de Reality of Aid, una iniciativa destinada a documentar y analizar la cooperación Norte-Sur, adonde estaba invitado por haber sido uno de los redactores del capítulo sobre Argentina de ese año.
En la vieja agenda de ese año tengo escrito “Suerte que me tocó venir en invierno. Siempre imaginé París con los árboles sin hojas”. El idioma fue un problema al principio. Con el conserje del hotel -un hotel pequeño, cerca de donde se celebraba la reunión, en el 16me Arrodisement- tuvimos una sesión de dígalo con mímica hasta logré que entendiera que quería planchar mi camisa: hubo un momento en que el conserje dijo “Ah, oui”, desapareció por una puerta y volvió con una plancha.
Mi viejo me había anticipado “los franceses no son antipáticos como dicen, pero detestan que antes de comenzar una conversación no se los salude”. Téngalo en cuenta todo aquel que esté por pisar tierras galas: un simple “Bonjour Monsieur, Madame” hace maravillas.
Creo haber llegado un par de días antes del encuentro porque tuve al menos uno o dos días para pasear, perder el aliento con la Torre Eiffel, maravillarme con Sacre Coeur y deambular por las callecitas del Barrio Latino. El plan había sido encontrarme con Darío y Adriana, de luna de miel mezclada con estudio de idiomas, pero inesperadamente la señora de la casa donde se alojaban me dijo en perfecto inglés que no estaban, y agregó, marcando cada palabra: “and they are no coming back again”, para luego cortar abruptamente. “Caramba”, pensé, “Darito ha tenido una discusión con esta señora”.
Mientras estuve metido de lleno en el encuentro -jornadas agotadoras con participantes de las más diversas latitudes-, París era una escenografía de fondo en el trayecto de ida al centro de reuniones, a la mañana temprano, y de vuelta, cuando había oscurecido. A la vuelta París era también el olor al pan recién horneado, toda una sorpresa. Para mí, el olor del pan invadiendo las calles siempre fue un olor de mañanas escolares o de madrugadas trasnochadas, nunca de la tarde.
Cuando terminó el encuentro tuve algún día más de paseo -ya con Darío y Adriana, que efectivamente habían tenido un entredicho algo violento con su anfitriona-, antes de partir a Bruselas. Acompañado por amigos, París fue menos solemne, más cálida, no tan inabarcable.
Pero fue en mi primer día en París, en perfecta soledad, que pude cumplir con una deuda personal al reproducir con toda intención los pasos de Horacio buscando a la Maga, casi como en un ritual, caminando por la vera del Sena hasta ver la curva del Quai de Conti y luego el Pont des Arts. Es el único homenaje que alguna vez le he hecho a Cortázar, cualquier lector de Rayuela sabrá comprenderme.
Mi suenio es ir a París i seguir los casilleros de la Rayuela…kizás así llegue al cielo…kizás
que suerte la tuya, che…