La mitología en torno del empleado público y su andar cansino y prepotente conforma un tópico inagotable que la realidad alimenta sin descanso. Pero la anécdota de Juan, profesor de historia que viene de inscribirse en un concurso público para cargos docentes es insuperable.
La inscripción en sí la hizo hace algún tiempo, en una oficina donde el encargado de completar los formularios a mano es un manco. El pobre hombre tiene algún tipo de malformación en su mano hábil, con lo que escribir le resulta una tarea extremadamente difícil y lenta. El formulario resultante parece escrito una rara escritura cuneiforme imposible de comprender porque además el hombre ni siquiera le acierta a los renglones donde debe ir cada dato.
Hoy a las ocho de la mañana se presentó en una nueva oficina para continuar el trámite, tarea que resultó aún más bizarra. Allí lo recibieron dos señoras de edad avanzada con problemas de obesidad, que además del mate y las galletas, entre los papeles del escritorio se destacaba un chorizo colorado al que las chicas atacaban con entusiasmo. “Creeme”, me decía Juan, “era un chorizo tipo cantimpalo”. Mientras le contestaban evasivas respecto de su trámite (“no, no es acá”, “no debe haber llegado todavía”, “noooo, eso es immmmmposible”), Juan sostiene -y yo le creo- que el punto más alto de esta escena fellinesca fue cuando se terminó el chorizo colorado y una de las matronas tomó el piolín para mordisquear la punta que había quedado anudada.
En mi ránking personal, la Dirección General de Escuelas de la Provincia de Buenos Aires acaba de alcanzar la punta cómodamente en lo que a anécdotas de empleados públicos se refiere. Si al menos el Ministro lograra que las gordas conviden una rodaja de chorizo a los atormentados docentes que atienden cada mañana…