En la Provincia, tres de cada diez presos son inocentes, titula el periodista Claudio Savoia en el suplemento Zona de Clarín. Y detalla en la bajada del título: “Están bajo prisión preventiva hasta cuatro años, y en el juicio oral terminan absueltos o sobreseídos”.
Ayer mismo me contaban exactamente esa historia un grupo de presos alojados en la Unidad 9 de La Plata. Aclaro desde el inicio que ninguno de mis interlocutores pretendió reivindicar su inocencia, aunque conocían perfectamente ésta y otras imperfecciones del sistema de seguridad y justicia no menos preocupantes. Pero es necesario pisar aunque sea unos minutos el suelo de una prisión para comenzar a imaginar las dimensiones de la tragedia que significa encarcelar a un inocente. En estos tiempos de inseguridad ciudadana y de reacciones Blumberg, es vital recordar que el axioma fundante de nuestra sociedad es aquél de la presunción de inocencia y no el contrario.
Pero vamos por partes: la Unidad 9 de La Plata es una cárcel de máxima seguridad donde se encuentran alojados 1600 internos ubicada a pocas cuadras del centro de la capital de la provincia de Buenos Aires. En uno de sus pabellones funciona un Centro Universitario donde los presos pueden estudiar Derecho mediante un convenio existente con la Facultad de Ciencias Jurídicas de la Universidad Nacional de La Plata.
A raíz de las inquietudes de uno de esos estudiantes y de la insistencia de mi amigo Cosme, comenzamos un diálogo con el Centro Universitario a fin de ver si es posible mejorar las posibilidades de estudio en condiciones tan complejas. Tuve un interesante contacto con un funcionario con responsabilidad en estos temas, quien me propuso visitar el Centro Universitario, pero antes de avanzar quería verificar personalmente la voluntad de estudiar de las personas involucradas de manera más directa: es decir, los presos.
No es una cuestión trivial: en los últimos años el Centro Universitario del Penal había disminuido su actividad y se había verificado un constante descenso de las materias rendidas, por lo que muchos sostenían que la inscripción en las materias obedecía más a un intento de refugiarse de la violencia de otros pabellones que a la existencia de una vocación real por el estudio. Claro que el intento de salvar la vida no es un motivo menor, pero lo real es que si faltan resultados académicos se debilita cualquier intento de profundizar estas políticas.
Así es que pasé a buscar a Cosme a las seis de la madrugada y quince minutos más tarde estábamos haciendo la cola para entrar al Penal como visitantes comunes. La cola estaba formada por cientos de familiares y amigos de los internos, entre los que se cuentan decenas de niños y bebés, que soportan el frío de la madrugada para aprovechar al máximo las horas de visita. La mayoría ya se nota veterana en estas lides, y se arman grupos que conversan animadamente para matizar la espera. Hay excepciones, claro: una joven de pelo platinado con una niña en brazos deja su lugar en la fila porque descubre que hay otra cola que avanza más rápido y piensa que se trata de un privilegio para madres con hijos. En realidad, se trata de familiares que tienen un carnet de visita. Ella no ha realizado aún ese trámite y cuando vuelve a su fila original la distancia que la separa de la puerta se ha duplicado.
Requisa exhaustiva, impresión de pulgar en varias estaciones, preguntas varias, amabilidad inesperada, es justo decirlo, de parte de los agentes del Servicio Penitenciario. Y finalmente adentro, luego de varias puertas y rejas que sólo abren cuando la anterior se cierra.
El locutorio donde nos esperan cuatro estudiantes es un galpón lleno de mesas improvisadas y bancos destartalados. A cada minuto se arma una nueva mesa que algún preso solícito cubre con un mantel para recibir a una nueva visita. Los abrazos de novias, esposas, madres, padres que reencuentran sus afectos se multiplican y un enjambre de niños corretea por todos los rincones. La cumbia suena persistente y caen gruesas gotas de agua que el sol comienza a condensar de la chapa del techo.
Cosme había aportado un pollo que uno de nuestros interlocutores se lleva con destino al horno y unas facturas para acompañar la ronda interminable de mate. El primero en hablar es un veterano de distintas prisiones que nos hace una breve historia del Centro Universitario, incluyendo la decadencia de los últimos tiempos y el nuevo impulso que pretendían darle. Nos cuenta que están pintando las aulas y que sueñan con la posibilidad de abrir más carreras, conseguir computadoras y ampliar el material de estudio. Luego sigue un muchacho muy joven, que reivindica la existencia del Centro Universitario y la tranquilidad del pabellón: “no se puede estudiar si tenés que estar todo el tiempo cuidándote de que no te claven un arponazo”. Un hombre con bastantes años más de edad y de celdas -a pesar de no tener sentencia- habla con voz pausada y firme acerca de sus expectativas vinculadas al estudio y de sus incertidumbres por la falta de condena precisa. “Acá sacás turno para esperar. Esperás hasta que llegue tu turno y cuando llega, esperás”, explicaba sonriente y resignado.
A las diez de la mañana el muchacho que había llevado el pollo vuelve para anunciar que el almuerzo está listo. Los únicos desorientados con la noticia somos Cosme y yo, se ve que para los internos la hora de almorzar es cualquier hora, pero como nos ven algo perplejos deciden postergarlo hasta las once. Yo debo irme, de todas maneras, así que agradezco la invitación y prometo volver, aunque será en visita algo más formal en este diálogo incipiente con las autoridades.
Pero más allá de la cuestión institucional, que no es el objeto de este relato, resulta impactante encontrar personas que en el fondo de un pozo construyen proyectos personales que quizás los salven en un sentido mucho más amplio que el de las meras circunstancias jurídicas o procesales. No pregunté qué hechos los habían llevado hasta la celda, con toda seguridad delitos no menores y probablemente no exentos de violencia. Hoy sus faros son aquellas personas que en las mismas circunstancias han logrado estudiar y recibirse en la prisión. Gran parte de la charla consistió en contarme quiénes son sus ejemplos, dónde trabajan, cómo se habían superado a pesar de todo. Y para escépticos como yo, sirve para abrigar la esperanza de que algún día las cárceles sirvan para aquello que prescribe nuestra Constitución.
“Si esta cárcel sigue así, todo preso es político”?.
Buen blog.
HOLA, mi nombre es Nadia y estudio Trabajo Social, estoy realizando una investigación acerca de si el Sistema Penitenciario favorece los vínculos familiares en la cárcel o no, y les estaría muy agradecida si me enviaran material, desde ya muchas gracias.
Natalia, borré el comentario donde escribías tu email: no es buena idea dejar tu correo en páginas públicas, no porque sea peligroso sino porque lo más probable es que luego recibas toneladas de publicidad por correo.
Respecto de tu consulta, te puedo conectar con un par de grupos de investigación abocados al sistema penitenciario. Te reenvío este comentario a tu email y si te interesa te mando toda la información.
Hola PATRICIO, soy Nadia, muchas gracias por comunicarte conmigo. Por favor si no es mucha molestia para vos, te pido que me contactes con los grupos de investigación.
Desde ya muchas gracias!!!
Nadia
Nadia, te mando por correo los datos de contacto del GESEC (Grupo de Estudios sobre Educación en Cárceles). Espero que te sirva.