Nunca me entusiasmó mucho la playa. Me gustan como a cualquiera esos paisajes bucólicos de atardecer -o amanecer, según la ubicación del espectador y de la playa-, y también un partido de fútbol en la arena, un desafío de voley playero, una partida de tejo o un truco bajo la sombrilla. También el avistaje de señoritas generosas y de atuendos mínimos, por qué no.
Pero el sol incandescente del mediodía me fastidia en un grado supremo. La arena me molesta. La sal marina tiene esa pésima costumbre de dejar la piel pringosa y como si todo esto fuera poco, las multitudes me abochornan.
Es decir, playa sólo de a ratos y si es posible, en los momentos y lugares en que la gente no se amontone.
Aquel verano de la foto de Cabo Polonio, nos hospedamos un par de semanas con Marcelo y María en La Paloma. Desde temprano estábamos en la playa y nadie me prestaba atención cuando antes del mediodía anunciaba mi retiro y consultaba en vano si alguien iría a las cabañas a almorzar así preparaba un plato adicional de comida. A la hora del mate, luego de la siesta y la lectura, volvía a rumbear hacia la arena sólo para constatar que nadie me había extrañado.
De ese verano es la foto de Cabo Polonio. Sólo se puede llegar a esa playa con vehículos especiales a través de los médanos y al menos hasta hace poco carecía de luz eléctrica y gas. Yo había escuchado docenas de relatos sobre su magnífico paisaje y la aventura excitante de prescindir de las facilidades de la vida moderna. La verdad es que acostumbrado a acampar en lugares inhóspitos o a navegar en veleros poco equipados, la falta de esas comodidades no me emocionaba demasiado, pero se supone que Cabo Polonio le agrega el encanto de la vida en comunidad. Acampando sobre un glaciar sólo tendrás la compañía de los dos o tres locos de atar que te acompañan, pero en Cabo Polonio, a las mismas comodidades del glaciar podrás agregarle la posibilidad de sobrevivir confeccionando tartas y pan casero en un horno de ladrillos, como me contaba con entusiasmo un vecino artista que había atravesado con éxito esa experiencia.
La playa tiene la figura de una amplia bahía y es, la verdad sea dicha, muy hermosa. El mar forma una laguna de baja profundidad y cuando uno se cansa de nadar puede arrimarse a los barcos de la foto en busca de pescado fresco. Pero allí se termina la leyenda. Porque cuando uno se da vuelta y observa el paisaje de espaldas a la playa, lejos de ver un paisaje bucólico de campo poblado de ranchitos precarios pero pintorescos, lo que impacta es el amontonamiento caótico típico de asentamiento de conurbano bonaerense, de paredes sin revocar y casas a medio construir con materiales de descarte -todo sea para atraer turistas emocionados por una experiencia distinta.
La muchedumbre que se encuentra en la playa, entre las casas, en la feria, no ayuda a que uno se sienta conectado con lo natural, lo comunitario, lo sencillo. Ni qué hablar de la fiebre de consumo que se contagia especialmente con las visitas de fin de semana y se percibe en la feria cuidadosamente improvisada de Cabo Polonio, sólo comparable a esa especie de feria franca de Florencio Varela que es el Chuy, en la frontera uruguayo-brasilera.
Cabo Polonio tiene una hermosa leyenda y un gran paisaje, pero para ser sincero prefiero La Paloma. Y si hablamos de esa zona de Uruguay, prefiero aún más La Pedrera. Pero no la playa, claro que no, sino un pequeño restaurante sobre el alcantilado, donde te recibe el olor a pescado fresco y ajo, y la comida tarda en llegar a tu mesa lo que requiere para cocinarse, ni mucho ni poco, y los sabores son tan auténticos que nunca dudarás en pagar lo que te pidan -y jamás será demasiado, de todas maneras.
Porque la playa, aunque me fastidie, tiene algunos encantos que hay que saber descubrir.
2 comentarios ↓
a mi me gusta ver las chichitas de las nenas en la playa
me parece que no tienen nada interesante
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