El tren de la madrugada

Hacía ya unos cuantos días que buscaba infructuosamente una historia cuando la vi.

Era alta, casi rubia, sobre sus hombros aún bellos llevaba poco más de cuarenta años y en su cabeza, un rodete desprolijo. Bajó del tren con paso seguro y sin mirar atrás cruzó de prisa el campito que separaba las vías de las casas.

Detrás de ella, el hombre que la llamaba desde el andén -”¡Elsa, Elsa!”- era la imagen misma de la desolación. Flaco, alto, vestía un traje gris demasiado grande y un sombrero que completaba su aspecto entre patético y ridículo.

-Acá están mis personajes- pensé.

Elsa no se molestó en detener su marcha para contestar el llamado. La dignidad de sus pasos contrastaba con la figura miserable e inmóvil de … ¿Santiago? -Sí, Santiago- me dije -es un buen nombre.-

Eran buenos bocetos de personajes. Un poco más y tendría la historia que estaba buscando.

En el resto del viaje me entretuve imaginando relatos para Elsa y Santiago. Inventé muchos, en ellos Santiago sufría por la indiferencia de Elsa y los desenlaces incluían inevitablemente la muerte de aquél. En todo el trayecto no fui capaz de concebir otro destino para ese pobre hombre.

-Bien- pensé -si Santiago trae consigo su propia muerte, yo no soy quién para evitarlo.-

Inútil es que transcriba el inicio del cuento que ellos me inspiraron. Abundan las descripciones de la estación, del tren, del campito que bordeaba las vías y sobre todo, de Elsa y de Santiago.

Ya conocemos eso.

Lo importante es que Elsa comenzaba a sentirse irritada a causa del acoso gentil pero incansable de Santiago.

-Disculpe usted, pero ya le he dicho que no tengo interés en escucharlo. ¿Puede dejarme tranquila de una buena vez?-

-Elsa, lo último que quiero es molestarla, pero me voy a morir si usted…

-Señor, usted puede morirse de lo que le dé la gana. Ya le he dicho que estoy harta de que sin motivos me haga pasar papelones. ¿Quién se cree que es para gritarme de esa manera en la estación del tren?

Vecinos de un barrio más bien aislado, Elsa y Santiago se conocían a la fuerza por concurrir al mismo almacén y caminar las mismas calles.

Elsa vivía con su madre frente a la estación. La casa les quedaba grande a las dos mujeres, pero renegaban mudarse y perder, además de los recuerdos, la visita de los niños durante el verano, hijos de la hermana casada, que recibían los mimos y privilegios prodigados por la abuela viuda y la tía soltera. No siempre Elsa había estado sola y eso se notaba en algún resquicio indefinible de su carácter.

No conocía bien a Santiago, ni quería conocerlo. Apenas sabía que vivía dos cuadras abajo, en una casa pequeña a la que siempre le faltaba una mano de cal. La puerta estaba oculta tras los flecos de la cortina para las moscas y la tierra volaba reseca en el patio huérfano de césped. No tenía casi plantas, ni siquiera había matorrales, lo que le daba a la casa el mismo aspecto miserable y deslucido de su dueño.

Nadie supo por qué se había enamorado de esa manera irremediable de Elsa. La cercanía en la edad, la costumbre de tomar el mismo tren, el pasar en soledad tantos años, eran las opiniones más escuchadas. Lo cierto es que nadie apostaba un centavo a ese romance, con la posible y única excepción de Santiago.

Rosita, la almacenera, solía bromear acerca del tema, y cada vez que veía a Elsa le decía:

-¿Cómo va ese noviazgo?-

Aquel anochecer Elsa no intentó disimular su furia.

-No me jodas, Rosita, estoy cansada de ese tipo. ¿Sabés lo que me hizo?-

- ¡Ja, ja! Sí, me contaron. Se te estuvo declarando desde La Plata y vos le decías que no y te cambiabas de vagón, pero él como si nada.-

-Y cuando bajé me llamó a los gritos. ¿Qué puedo hacer para que no me moleste más?-

-Ya te dije- contestó Rosita jocosa -llamá a una bruja para que lo cure como si fuera empacho, o hacele un muñequito y quemalo, o algo así-, y estalló en carcajadas.

-Vos reíte, que no te molestan sólo porque tu Manolo tiene cara de loco.-

Elsa se fue del almacén con un humor pésimo. Lo que había pasado en el tren era imperdonable y lo del andén aún peor. Sentía que todo el mundo había estado en la estación esa tarde.

Apenas habló durante la cena. ¿Y si probaba lo del muñeco? A lo mejor le provocaba un dolor de estómago a Santiago y al otro día no iba a trabajar. -Mañana me salvo del papelón- pensó.

Mientras dudaba en torturar un muñequito con pases de magia negra que desconocía, se quedó dormida. Era aún de noche cuando despertó y no se sorprendió cuando por la ventana distinguió la silueta de Santiago bajo la única lámpara que alumbraba el andén. Estaba a más de cien metros, pero el sombrero pasado de moda lo hacía inconfundible.

-Se levanta a esta hora para hacer guardia en la estación- pensó Elsa. La imagen de ese pobre hombre esperándola todas las madrugadas, lejos de enternecerla la exasperó. Tomó un muñequito de felpa que descansaba en el piso y metió en su bolsillito un pedazo de la única carta de Santiago que aún no había tirado a la basura.

“Estimada Elsa: Le suplico que escuche mi corazón. Suyo, Santiago.”

La frase la había copiado torpemente del jingle de una propaganda de dulces, donde una voz femenina repetía incansable: “…escucha mi corazón, escucha mi corazón…” mientras ofrecía bocaditos de chocolate. Elsa supuso que el muñeco debía tener algo que estableciera una relación con la víctima. Rompió la parte que decía “…mi corazón. Suyo, Santiago” y con ella rellenó el bolsillo que tenía el muñeco en su simpático saquito.

-¿Y qué hago ahora?- se dijo Elsa. Con cierta vacilación le introdujo un alfiler en la barriguita.

Sólo consiguió sentirse tonta.

Furiosa, se dirigió a la cocina, abrió la tapa de la licuadora y en un intento de ocultar su estupidez, metió al pobre juguete y la conectó en “Máximo”. Luego quitó el papelito que había sobrevivido indemne a la masacre, tiró los restos a la basura y fue a vestirse.

Cuando llegó a la ventana de su pieza ya no estaba la silueta de Santiago.

-Se habrá aburrido de esperar- pensó algo inquieta, al tiempo que escuchaba el silbato de un tren madrugador.

Santiago, efectivamente, se había cansado de esperar; mientras Elsa rompía su última carta, se dio vuelta y emprendió el camino a casa. Dio cuatro o cinco pasos, no más. De pronto, de los pastizales que cubrían el campito, salió un hombre con una cuchilla de cocina, le hundió la hoja hasta el mango y le sacó los pocos pesos que tenía.

Fue tan rápido que Santiago no llegó a sorprenderse. Permaneció una eternidad con las rodillas en la tierra, mientras escuchaba la huida apresurada de su asaltante. Hombre hecho, como todos, a la medida de sus íntimos rituales, Santiago tomó el sombrero que había caído delante suyo y se lo acomodó con un movimiento lento y esforzado. Se levantó con dificultad sin dejar de abrazarse la barriga y se dió vuelta hacia la estación. Allí había luz y en unos minutos habría gente. Trastabillando, logró subir los escalones que conducían al andén y una vez arriba se acercó lentamente a las vías. Las debía cruzar, del otro lado estaban la ruta y las casas más cercanas. Mientras caminaba sobre ellas su pie derecho tropezó en el hueco de un durmiente y cayó golpeándose la cara. Le costó mucho levantarse, tanto, que cuando lo logró tenía el tren encima, un rápido que venía a toda velocidad y que se detenía recién en La Plata.

Los vecinos se sintieron conmocionados por lo que creyeron el primer suicidio pasional en la historia del barrio. Elsa entró en pánico: además de sentirse culpable de la horrible tragedia, temía haber liberado fuerzas extrañas que no sabía dominar. Nunca habló de su muñequito destrozado. Al poco tiempo, directamente, no volvió a hablar.

Qué fiesta para las comadres del pueblo: él, muerto por amor; ella, muda por no haberle correspondido. Sólo que Elsa no creía haber provocado un suicidio sino cometido un asesinato.

En este punto terminaba, casi, mi relato. El último párrafo abundaba en forma algo más literaria acerca de la magia negra, el porvenir y los amores despechados.

Y así hubiera terminado, si no fuera porque esta mañana, hurgando entre diarios viejos, apareció ante mí el rostro inconfundible de Santiago. Debajo explicaba en letras pequeñas: “Copia facsímil del documento de Pedro Echagüe”, y a su lado, el título que anticipaba una “Horrible tragedia en La Plata”. El texto decía así:

“Un tren arrolló y mató a un hombre en la madrugada de ayer en la localidad de City Bell, partido de La Plata. El occiso, de nombre Pedro Echagüe, tenía cuarenta y cinco años y era vecino de la zona, consignaron fuentes policiales. El hecho ocurrió a las cinco y quince minutos, aproximadamente, cuando el expreso Buenos Aires-Avellaneda-Quilmes-La Plata, frente a la estación de City Bell, pasó prácticamente por encima del hombre que se encontraba en ese momento sobre las vías. Los informantes indicaron que es difícil establecer las circunstancias en las que sucedió esta tragedia porque ningún vecino de esa zona habría visto o escuchado algo relacionado con el hecho. Por otro lado, el cadáver era irreconocible, el mismo pudo ser identificado porque milagrosamente su libreta de enrolamiento permaneció intacta en uno de los bolsillos interiores del saco que llevaba el infortunado Echagüe. Existen fuertes sospechas de que se trataría de un suicidio provocado por cuestiones amorosas. Interviene en el caso el juzgado en lo Correccional y Criminal número cuatro de la ciudad de La Plata. Voceros del juzgado descartaron, al cierre de esta edición, que existieran motivos para sospechar de un crimen.”



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