Hace algún tiempo supe viajar por cuestiones de trabajo al viejo continente. En cada uno de esos viajes, aprovechando la presencia de mi amigo Emilio en París, enfrascado en sucesivos postgrados, pedía el pasaje de vuelta con unos días adicionales para poder visitarlo.
En aquellos tiempos, Emilio ocupaba una habitación en la Casa Argentina de La Cité Internationale Universitaire. La Cité es un conjunto de casas (alrededor de 40), situada en un hermoso bosque al sur de París, donde se alojan estudiantes y graduados de todos los continentes. La Casa Argentina en particular es una de las más antiguas y tiene una ubicación privilegiada, cerca del métro y a pasos de la biblioteca y del restaurante universtario.
A la Casa Argentina entraba, por supuesto, de polizón, y por unos días compartía la vida entre estudiosa, bohemia y adolescente del grupo de profesionales treintañeros (o cerca) que rodeaban a mi amigo.
A primera vista, el panorama no era muy distinto del que cuenta Javier Malonda en su Diario de Nantes. El tamaño de los candados que protegían los víveres frescos en la heladera era una muestra cabal del celo con que se custodiaba un pan de manteca o un trozo de carne. Lavar la ropa era una aventura reservada para los fines de semana, y cocinar en una cocina compartida no muy distinto a cualquier deporte de riesgo de moda como escalar el Himalaya con ojotas.
Al restaurante (restó para los habitués), se entraba con una identificación como residente de la Cité, pero también nos ingeniábamos para atravesar los puestos de control sin consecuencias. La primera vez, mientras nos servían, estuve a punto de rechazar un pan que acompañaba el menú, cambié de idea gracias a los gestos desesperados de mi amigo para que lo aceptara. Allí aprendí que el pan que no se comía con el almuerzo, iba al bolsillo del sobretodo y untado con manteca completaba la merienda. Ni qué hablar del yoghurt del postre. Entendí también por qué casi todo el mundo iba al restó con ropa abrigada aunque las circunstancias climáticas no lo exigieran.
En una de esas visitas tuve la fortuna de coincidir con la fiesta anual de la Cité, que se hacía en un gran prado tras el restó, cosa que causaba gracia para los residentes ya que transitar el prado estaba poco menos que prohibido, pero se permitía alegremente una mega fiesta de varios miles de concurrentes. Si el restó, en mi primera visita, me había parecido una bulliciosa torre de Babel, lo de la fiesta fue indescriptible. Por empezar, había varios estilos de música y en varios idiomas, según en qué sector del prado uno se ubicara. Gran parte de la noche la pasé con un vaso de algo en la mano y observando los esfuerzos de tantos valientes que intentaban una comunicación con alguien que quizás provenía del otro lado del planeta.
Suponía que por el hecho de estar estudiando allí, el francés debía ser un idioma común. “Error”, me había corregido Emilio en el restó, “ese pibe -señalando un estudiante que hablaba sin parar y gesticulaba ostentosamente frente a una chica de aspecto oriental- es argentino y no sabe una palabra de francés”. “¿Y cómo hace en los cursos?”, pregunté. “Lo mismo que ahora con esa chica: es un optimista”.
Hace rato ya que Emilio no vive más en la Casa Argentina, y hace años que la circunstancia excepcional de viajar por el mundo gracias al trabajo ha vuelto a ser eso: una circunstancia excepcional. Siempre estaré listo para visitar nuevamente París, pero no creo que vuelva a la Casa: a pesar de haber sido sólo un testigo ocasional, sé que es un lugar para vivirlo, visitarlo es quedarse con sabor a nada.