Puesto a recordar confieso que no me resulta nada fácil extraer un discurso coherente del torbellino de percepciones casi sin sentido que tengo grabadas en mi mente desde ese día.
Más que recordar conceptos recuerdo sensaciones. Así es que todo se me presenta como un conjunto de imágenes, olores, sabores y estremecimientos. Ningún sonido, porque no los hubo, o quizás porque no los registré, tan ocupado como estaba con ese sofocamiento que creo revivir cada vez que evoco aquella tarde de primavera.
Primero fue una serie de imágenes, y digo “serie de…” porque yo miraba como se mira un conjunto de fotos y no una película. O quizás miraba como miro siempre, y lo de afuera era lo distinto. No sé ahora, y no lo supe entonces. Fue al pasar por la calle 8, a la altura de 34, en esos barrios tan lindos que tiene La Plata, con casas amplias, pocos negocios y ningún edificio. Allí, una enorme morera que instala su sombra sobre la calle al comenzar la tarde, escupió una mora madura en el momento que yo pasaba debajo de ella.
Tan simple como eso, tan cotidiano, tan esperable. Yo iba manejando como lo hago siempre a esa hora por las calles desiertas, disfrutando el hecho de manejar tranquilo, sin prisa ni reflexiones profundas. En eso cae del cielo una gota de sangre oscura y se estampa contra el parabrisas, sin sonido alguno, pero con más violencia que la que podía contener esa pequeña mancha. Tardé algunos instantes en relacionarla con la morera, y cuando lo hice pasé a la segunda foto. La mancha comenzó a agrandarse. Quién sabe, quizás sin darme cuenta estaba acelerando demasiado, y la presión del viento la aplastaba contra el vidrio, aumentando su tamaño. Cuando pequeña, la mancha era de color morado. Mientras crecía fue aclarándose hasta que no quedaron dudas.
Entonces comenzaron los sabores. Un gusto extraño aunque conocido, algo insípido, apenas dulce, que ahora vuelvo a sentir mientras redacto esta crónica, me llenó la boca. Tal como el color de la mancha, ese era -lo supe entonces- el sabor de la sangre. Y un aroma de espanto llenó la cabina de mi auto. Algo aturdido, aún cuando mi mente se resistía a escuchar lo que gritaban mis sentidos, conecté el lavaparabrisas.
La cuadra siguiente la recorrí casi tranquilo, mientras un chorro de agua inundaba el vidrio y las escobillas iban y venían marcando un prolijo semicírculo.
Pero el agua no alcanzaba a lavar la sangre, que ya era mucha, que abarcaba todo el frente del parabrisas y goteaba por los costados, algo diluída pero aún roja. Estacioné, perplejo.
Bajé del auto, recuerdo que allí comenzó el sofocamiento. El techo estaba teñido de rojo, lo mismo el capot y las puertas, la sangre salía por debajo de las ruedas pero también de las alcantarillas, de las puertas de algunas casas (no de todas, pero…). La ciudad estaba ensangrentada, y la gente como si tal cosa, caminando por los charcos. Algunos mantenían obstinadamente su cabeza en alto, otros miraban la sangre con satisfacción (¿con satisfacción?), la mayoría parecía no darse cuenta -como yo hasta recién, pensé, como yo-.
-“¡Oficial!”, grité desesperado.
El joven agente corrió hacia mí, alarmado por la urgencia de mi voz.
-“¡Hay sangre por todos lados! ¡La ciudad está llena de sangre!”. La gente seguía caminando, sin curiosidad aparente por lo que yo gritaba.
-“Es cierto, hay sangre por todos lados”, me contestó tranquilo el policía. “Mire sus manos, si aún no están sucias, quizás mañana lo estén.”
Yo miré mis manos, estaban limpias. El policía se quedó parado frente a mí, sin moverse, mientras por sus botas y mis zapatos corría la sangre. Observé -ésta fue otra foto que recuerdo aislada del resto- que él usaba guantes oscuros. Volví a mirar a la gente que pasaba, muchos tenían las manos rojas y se manchaban la cara al secarse la transpiración o acomodarse el pelo. Me fui de ese lugar rápidamente, huyendo de horrores que desconocía, pero que presentía aún más terribles que el de la sangre inundando la ciudad.
Ya no estaba sofocado: allí comenzó el miedo, el mismo que siento ahora mientras escribo y miro mis manos que se tiñen de morado tal como aquella pequeña mancha que intentó advertirme. Luego, ya lo sé, el rojo se irá aclarando hasta dar el tono justo de la sangre. Quizás, si hubiera vuelto a la morera para intentar conocer el origen de este río tenebroso que se está metiendo por el umbral de mi puerta… Quizás, si hubiera procurado saber qué cuerpos desconocidos habían contenido tanta sangre… Quizás, si al menos hubiera intentado recordar…
Lo cierto es que quise olvidar, tal como cuando conecté el lavaparabrisas del auto. Y olvidar deliberadamente -recién ahora lo entiendo- es también mancharse las manos con sangre. Por eso estoy esribiendo este testimonio, en un esfuerzo posiblemente tardío por rescatar mi inocencia.