Tan sólo restaban los últimos dos, o a lo sumo cuatro compases. Miraba y miraba el pentagrama, contaba las notas prolijamente dispuestas en su cárcel de cinco barrotes. Las pesaba y medía, y comprobaba a cada rato la combinación exacta de sonidos y silencios que había obtenido. Pero el final, faltaba el final y sin él su canción perfecta se encontraba presa de una amputación horrible que impedía admirarla.
Era una canción breve: doscientos cinco notas se sucedían una tras otra a lo largo de tres páginas Ricordi. Doscientos cinco fosforitos que obstinadamente escondían el secreto de los últimos compases.
Siguió intentando unos cuantos meses, pero el dichoso final no aparecía. Hasta que decidió solicitar ayuda y fue a la casa de su vecino Pedro, buen hombre al fin, pero avaro y algo prejuicioso.
Pedro revisó cuidadosamente cada una de las hojas, ya un tanto amarillentas, y le dijo:
-Esto está muy bien, Luis. Pero tan hermosa melodía sin final es como si a la mujer de mis sueños le quitaras la nariz.
-Ya lo sé, contestó Luis, amargado. Claro que lo sabía. Tantas madrugadas insomne, a punto de perder su trabajo a causa de su obsesión, agotado. Vaya si lo sabía. -Por eso vine. Necesito un final.
-Claro. Y sucede que yo necesito una de tus notas. Ese fa semicorchea que tenés acá, y señaló el papel gastado con un dedo impiadoso, es justo lo que estoy buscando.
-¡Por favor, Pedro!, exclamó Luis desesperado. -¡Si usted me quita una sola nota de las doscientos cinco, mi melodía ya no será igual!
-Vamos, vamos, que en medio de la canción es fácil buscar alternativas. Fijate que no elegí nada del principio, y el final aún no existe, que son los dos sitios complicados, donde nada se puede quitar ni agregar, razonó Pedro con tranquilidad.
Luis meditó largo rato, consideró la mayor experiencia de su vecino en temas tan delicados, y finalmente preguntó con timidez:
-Y usted, a cambio, ¿me consigue un final?
-No, en esto, como en todo, hay que ser realistas. Un fa semicorchea no vale un final de ninguna canción, menos aún de una tan linda como la tuya. Sólo te lo puedo cambiar por un silencio. Eso es, dijo mirando atentamente el pentagrama, al inicio de este primer compás que tenés en blanco se hace necesario un silencio de corchea. ¿Ves? El final de tu canción comienza como interrogando, como con una duda que deberás resolver en lo que aún resta. Y además, es justo: una semicorchea por una corchea, una nota humilde de la mitad de la obra por un silencio sugestivo de un final espléndido.
Luego de pensar unos minutos, Luis aceptó. Volvió a su casa con algún optimismo, tarareando su melodía y deteniéndose en ese silencio que era como un sobresalto, sí, como una duda.
Lástima que, carente del fa semicorchea, la canción quedaba un poco renga, pero tampoco iba a preocuparse demasiado por una noteja perdida en el pentagrama, y, como Pedro había sentenciado, fácilmente reemplazable.
Al poco tiempo descubrió que no era sencillo avanzar más allá del sobresalto que anunciaba un final aún inexistente. Un final que amenazaba transformarse en una obsesión espantosa, que lo consumía día a día. Su hermosa melodía se convertía, de a ratos, en un monstruo odioso, en una criatura destructiva. Desesperado, nuevamente salió a buscar auxilio.
Su tío estudió el tema con comprensión y afecto, y le consiguió dos buenas notas, como regalo de cumpleaños. Un negro mi bemol -correctísimo y elegante- y un si (negra con puntillo), que parecían hechos a propósito para su canción. Fue un avance increíble, tanto, que renovó sus esperanzas durante exactamente tres meses y cuatro días.
Al cabo de ese tiempo logró hacer negocios con un viajante de comercio, conocedor de sitios exóticos. Un buen trato para Luis, pero es que al vendedor le dio pena ese joven esmirriado que lo miraba con angustia. Entonces abrió su valija y le ofreció una hermosa combinación de corchea y cuatro fusas que escalaban el pentagrama. Luis le pagó con un compás entero, pero aún así le resultó barato: era un compás que no se repetía, de manera que, pensó, había chances de reemplazarlo.
Un compañero de trabajo le vendió tres notas más por cinco de menor valor, que salpicaban aquí y allá las hojas ya rotas por tanto trajín.
El cartero fue más terco e inflexible: quiso dos compases por dos notas, pero esas dos notas valían realmente la pena.
Un periodista se llevó todos los adornos a cambio de una nota y un silencio, claro es que los adornos podían quedar librados al buen tino del ejecutante.
Finalmente, un mendigo que pasaba le dio la última nota. -¡La última!, exclamó Luis, llorando de emoción. -¡Y es extraordinaria!, gritaba en medio de la calle. Era realmente buena: Un mi redondo, majestuoso, excepcional. Le costó caro, pero no se detuvo siquiera a pensarlo porque aceptó de inmediato, ciego de alegría.
Llegó a su casa y se sentó raudo a transcribir en flamantes Ricordi la canción perfecta que por fin había terminado. Pero descubrió que ya no era la misma, que de las doscientos cinco notas que combinaban con suma belleza, apenas restaban cuarenta y dos, y sumamente incoherentes entre sí -salvo el final, que, es justo decirlo, era muy hermoso-. Volvió a mirar las hojas mientras intentaba reconstruir el encanto de la melodía perdida. Pero era en vano: había repartido su canción en pedacitos.
Tomó las cuarenta y dos notas (y unos cuantos silencios) y partió, a la búsqueda de los restos de su música. Claro que era un mal negociador, y su crédito se le acababa rápidamente. Recuperó aquél fa semicorchea que a cambio de un silencio breve había entregado a Pedro, pero una vez con él ya no supo en qué lugar de su pentagrama estacionarlo. Cuando llegó la noche apenas doce notas le quedaban, y ninguna esperanza.
Esta mañana, al pasar por la puerta de su casa vi que había sacado la basura y de la bolsa asomaban las últimas tres notas que todavía conservaba. Él estaba parado en el pasillo, inmóvil, llorando el triste final de una canción inconclusa.
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