Desde tiempos inmemoriales existió el deseo de los poderosos de controlar a sus semejantes incluso más allá de la posibilidad de obtener obediencia y sumisión. La fantasía máxima de reyes y dictadores ha sido conocer y dirigir los pensamientos íntimos de las personas.
La fantasía trágica de la dictadura perfecta la esboza como nadie antes el escritor inglés Georges Orwell, en su novela 1984, donde describe una sociedad conducida por una combinación exacta de terror, propaganda y vigilancia extrema. La expresión Gran Hermano, popularizada por patéticos experimentos televisivos, simboliza la observación permanente de todos los actos de los ciudadanos, la pérdida de cualquier derecho a la intimidad y por ende, del derecho a la identidad de los individuos.
En nuestros días, sin llegar a los extremos de la novela, se ha planteado la misma falsa contradicción que denuncia Orwell en su novela, que es la que enfrenta seguridad con privacidad. No se trata de una dicotomía inventada en nuestras tierras: la ciudadanía norteamericana ha resignado derechos ciudadanos elementales persuadida de que ésa es la mejor forma de prevenir nuevos ataques terroristas. En efecto, a partir del 11 de septiembre de 2003, los Estados Unidos han vuelto a su peor tradición de caza de brujas con normas como la Patriot Act que sólo se explican en la propagandización del terror que hizo su propio gobierno.
En la Argentina las motivaciones que llevaron a retroceder gravemente en los derechos civiles no han sido las amenazas de una agresión terrorista sino el agotamiento de gran parte de la sociedad ante la amenaza cotidiana de la inseguridad, que llegó a un punto límite con el trágico desenlace del secuestro y posterior asesinato del joven Blumberg. La conmoción que produjo este episodio provocó, por ejemplo, que miles de ciudadanos firmaran sin siquiera leerlo, el petitorio que impulsó el padre del joven, que en la mayoría de sus puntos respondía a esa lógica falaz: para construir una sociedad segura es necesario renunciar al derecho a la privacidad.
En esa misma lógica se inscribe la Ley 19798 y su Decreto Reglamentario, el 1563/2004, que establece que los proveedores de los servicios de telecomunicaciones deberán dejar registros de todas las operaciones de sus clientes por 10 años. Además ser poco claro en sus disposiciones (para un análisis exhaustivo de estas normas, se recomienda enfáticamente el artículo de Beatriz Busaniche La intimidad privatizada), lo que en este tipo de normas las hace aún más peligrosas, lo cierto es que pone en manos de empresas privadas la obligación de vigilar el movimiento que sus clientes hacen por internet. Este tipo de disposiciones, sumadas a las recomendaciones de las empresas extranjeras más importantes del ramo que indican la necesidad de establecer medios automáticos de vigilancia activa sobre los mensajes que se intercambien por medio de la red (ver, también de Busaniche, Quién vigila a la corporación vigilante), indican un futuro preocupante.
Si hay alguien que debería conocer perfectamente la forma vertiginosa en que nuestra seguridad se reduce cuando se reduce el derecho elemental a la privacidad, ése debería ser un argentino. Porque hemos tenido una experiencia histórica reciente y trágica signada por esta lógica fascista de que la seguridad se obtiene sobre la vigilancia ilimitada sobre los ciudadanos. Una sociedad construida sobre la base de que somos inocentes hasta que se demuestre lo contrario corre un riesgo cierto de dejar escapar a algunos culpables. Pero una sociedad basada en la certeza de que todos somos sospechosos hasta que se demuestre lo contrario, fatalmente condenará a muchos inocentes.
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