Bruselas introvertida

Era mi segunda vez en Bruselas. De la primera, cargaba con la sensación de ciudad gris, frí­a, llena de hombres apurados y distantes, y mujeres calladas bajo sus pañuelos de tonos tan apagados como sus rostros.

Gianni, un caballero italiano, amigo de aquellos tiempos, confirmaba mi sensación de ciudad de puertas cerradas, amable pero frí­a, de colores desteñidos y cielo plomizo. Especulábamos con la posibilidad de que fuera la notoria invasión de colectividades provocada por su condición de centro polí­tico y administrativo de Europa, la causa de este aparente retraimiento de su gente, en una especie de movimiento defensivo ante lo extranjero.

A pocos metros del hotel en el que me alojaron, una vieja construcción de ladrillos gastados parecí­a desafiar a los edificios modernos, tapizados de cristales, y confirmaba esa sensación de cierto abandono. Me llamó rápido la atención que en una puerta de vidrio no muy grande ubicada en medio de esa antigua pared, entraba y salí­a gente sin cesar. Curioso: de una especie de galpón en ruinas, hombres y mujeres elegantes entraban y salí­an, permanentemente.

Hasta que, casi con timidez, entré. Detrás de la puerta, encontré un Fnack (especie de “Musimundo”) gigante y super moderno, varios pisos, escaleras mecánicas, música que se mezclaba de las distintas salas de venta. Luego descubrirí­a que ésa no era la puerta principal, de todas maneras, ese hecho no limitó mi sorpresa. Pensé que Bruselas era una ciudad curiosa, introvertida, inesperada.

Igual sensación tuve unos días más tarde: estaba comenzando la primavera, sin embargo, las nubes y la llovizna persistí­an infatigables. De pronto, apareció un inesperado rayo de sol, y en una secuencia casi cómica, surgieron de la nada cientos de anteojos oscuros en los rostros de los transeúntes, como si hubieran estado esperando ese extraordinario suceso. La calle estaba muy transitada, y todos los peatones se vistieron al uní­sono con sus lentes para el sol, y volvieron sus caras al mediodí­a. Todos los colores que estaban escondidos, aparecieron de golpe, y durante unos diez minutos me olvidé del gris de Bruselas. De pronto se ocultó el sol, y fue como cerrar la puerta de vidrio de Fnack: los anteojos desaparecieron tan rápido como el rubor de los rostros y sólo quedó el tono pálido y gastado de la vieja pared de ladrillos.



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